Ahora que todos estamos terminando alguna etapa de estudios, gimnasio o cursos varios, me viene a la cabeza mi buena amiga Laura. Ella, que siempre fue y sigue siendo muy fogosa, pasó hace unos años por una etapa difícil en su largo matrimonio y habiendo entrado en esa mala rutina por la que pasan muchas parejas, decidió echarse al cuerpo un amante. En realidad fue una casualidad, no una verdadera intención premeditada pero la aprovechó sin darle muchas vueltas ni sentir culpa alguna. Porque según me contaba a menudo, lo que sentía estando con su nuevo acompañante era tan espectacular que no le dejaba literalmente hueco para nada más. No sé si me explico pero, para que quede claro, el tamaño es bastante importante, os digan lo que os digan.
Volviendo al tema por el que empezaba, como su aventura residía en una localidad diferente y muy distanciada de la suya, aprovechó que sus compañeros de clases de pintura de lunes y miércoles organizaban un viaje de fin de curso a dicha ciudad para visitar un fabuloso y conocido museo. Uniendo las dos interesantísimas propuestas Laura se apuntó con ilusión en la actividad.
La primera noche juntos fue como esperaba y deseaba: fabulosa y pasional. Pero un desafortunado intercambio de puntos de vista sobre el futuro de aquella relación al final de su maratón sexual, hizo que su máquina de amar la abandonara al día siguiente. Como su tapadera cultural era muy breve, no tuvo que arrastrar su pena más que otra jornada, y en seguida llegó el momento de volver a casa.
Sin embargo, lo malo de viajar en autobuses de líneas habituales de largo recorrido con un grupo grande es que te puede tocar al lado igual una amiga de clase, que la profesora, que un desconocido. Que fue lo que a Laura, que no tenía ganas de mantener conversaciones de besugo con nadie, le sucedió. Y así se pasó los veinte primeros kilómetros aguantando preguntas corteses y relatos variopintos de la vida y milagros de su acompañante. Hasta que de repente y sin saber muy bien por qué, el tono de la conversación cambió. Laura me contaba que en algún momento su angustia le hizo focalizar toda su atención en aquel caballero y descubrió su amabilidad, su simpatía, cierto brillo en sus ojos y unos labios carnosos en los que no había reparado, y por los que sintió una atracción indefinida. Ella a su vez comenzó a tocarle al hablar, a jugar con su pelo mientras le escuchaba, y, en definitiva, a coquetear con él. Y en unos pocos kilómetros más se encontró besándole y con un sofoco tal que le propuso que se trasladasen a los asientos de la última fila del autobús. Ni que decir tiene que sus compañeras de excursión se habían percatado de la maniobra y de lo bien que se lo estaba pasando, lo que dio lugar a cotilleos de todo tipo e incluso a la radiación de la jugada completa por parte de una de ellas. Pero Laura no pensó en nada más que en su placer y se dejó llevar por el arrebato a la vez que por las manos d22e su desconocido, al que ella quiso conocer al milímetro también por dentro de sus pantalones. Y entre adelantamientos y badenes toda su pena desapareció envuelta en apetitosos fluidos y gemidos que no quiso o no supo disimular.
La faena acabó poco antes del inevitable final de trayecto de su amigo, al que despidió sin pretensiones de contactar en un futuro. Cuando llegó su momento de bajar del autobús, Laura besó cariñosamente a su profesora que entre avergonzada y prudente la despertaba de una agradable somnolencia, y se dio de baja para siempre de aquel curso de pintura.
Ahora mi amiga se ha pasado al pilates, y muchos días me llama lamentándose de que su clase todavía no haya organizado ningún viaje cultural.