Mi amiga Ana vive desde hace unos años en un fabuloso chalet de una igualmente fabulosa urbanización del norte de Madrid. Por resumir diré que le fue bien en la juventud con su carrera de modelo, porque ya tenemos las dos una edad más madurita, y ha hecho una pequeña fortuna que le permite una vida de lujos muy envidiable. Lo mejor de todo eso es que ella está siempre de viajes constantes y como es muy de compartir, nos deja entrar y salir de su casona en cualquier época del año, solos o acompañados.
Los amigos más íntimos tenemos llaves y con una pequeña coordinación vía whatssap podemos disponer de ella cuando queramos. Y os cuento todo esto porque allí me encontraba yo un sábado, de un fin de semana del verano pasado, penando ligeramente por un desengaño amoroso, cuando me sucedió algo que yo creía que sólo pasaba en una de mis series favoritas: el revolcón con el jardinero macizo.
Me había levantado temprano para aprovechar el sol y darme unos baños entre lectura y lectura de mi libro favorito. Ana ya me había avisado de que irían tanto la chica de la limpieza, como el jardinero que atendía todo el exterior, piscina incluida. Pero que si yo quería utilizarla, le diera instrucciones para no limpiarla. La primera en llegar fue la muchacha de la empresa que hizo todas esas ingratas labores por las que yo también pagaría. Y mientras ella le daba a la bayeta yo ya empecé a disfrutar en bikini de las hamacas procurando que la única angustia que asaltase mi cabeza fuese la de si tumbarme cara al sol o ponerme boca abajo. Desde mi espacio de relax podía ver el jardín del vecino y a través de unos setos poco tupidos la imagen de un hombre de mediana edad y complexión fuerte, que en ropa de deporte manejaba con soltura y musculosos brazos unas largas tijeras de podar. Quizás fuera el propietario del chalet o también alguien contratado al efecto, pero como para mi imaginación aquello no era relevante empecé a recrear libidinosas escenas de apareamiento entre aquel macizo caballero y una servidora. Servidora del amor y el placer a partes iguales o descompensadas, según la ocasión.
En cuanto la mujer de la limpieza se despidió, yo me desprendí del top de mi bikini y me coloqué estratégicamente para tomar el sol boca arriba, habiéndome asegurado ya de acercar la tumbona al seto para que el vecino siguiera con el jueguecito de miradas que habíamos iniciado hacía un buen rato, y poco después de haberme dirigido un leve saludo con la cabeza. Puse música en el móvil, y me di un baño rápido y tan refrescante que puso mis pezones en orden de ataque. Al salir de la piscina, yo ya estaba dispuesta a iniciar una conversación que me llevase a algún sitio más interesante con el señor de enfrente, pero al secarme los ojos y abrirlos ya le había perdido de vista. De repente llamaron al timbre. Me enrollé la toalla al pecho y con los pies empapados me calcé las chanclas y corrí a abrir. Al otro lado de la puerta, y apoyado con una mano en la pared, el vecino buenorro me sonrió diciendo: “Hola, soy el jardinero de Ana, ¿puedo pasar? Ya me dijeron que habría alguna amiga por aquí. ¿Necesitas que te haga algún trabajito hoy?”
¡Y ya sabéis cómo soy! ¡Si hay que trabajar se trabaja! Así que le llevé directamente a la piscina, me solté la toalla y le expliqué con detalle por dónde tenía que esmerarse en pasar su máquina. Y tengo que decir, que fue todo entrega y que trabajó duramente y con ahínco hasta que me pareció que dejaba todo perfectamente rematado.
Y esto de nuevo me ha servido para seguir convencida de que la realidad siempre supera a la ficción, incluso a las más vistas en la televisión…
* Ilustración de Francisco Asencio
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