Este verano me había propuesto llevar a cabo una misión casi imposible: encontrar una playa aislada y solitaria, donde estar tranquila. Me habían hablado de una pequeña cala en la zona del sur donde yo tenía pensado ir, así que aprovechando mis vacaciones fui decidida a encontrarla.
Cuando iba llegando con el coche, al pasar, me pareció ver algunos carteles indicadores con algunas advertencias que no fui capaz de leer bien de lejos y, la verdad, es que no me tomé la molestia en volver atrás para prestarles la atención debida. Poco me importó y una vez pude tumbarme en esa amplia franja de arena donde yo era la única usuaria, enseguida me olvidé del tema. Di gracias al cielo por haberme ayudado a cumplir por fin con mi objetivo y, aprovechando la soledad, me despojé de toda la ropa que llevaba, y tal y como vine al mundo me metí en el mar. Hacía años que no recordaba las agradables sensaciones de bañarse desnuda y sola. Aunque había estado otros veranos en muchas playas nudistas, la conciencia de ser la única hasta donde mi vista llegaba a alcanzar, me hizo relajarme y disfrutar como nunca.
Llevaba un buen rato absorta en el vaivén de las olas cuando me percaté de una figura que se acercaba a la orilla desde lejos y de la cual el sonido del viento me traía algunas palabras ininteligibles. Nadé a su encuentro y enseguida distinguí con claridad su silueta, su uniforme verde de anchos pantalones con bolsillos, sus botas, su casco y su fusil.
Asombrada y perpleja por aquella presencia salí del agua y casi inmediatamente empecé a caer en la cuenta del sentido de las advertencias de los carteles y del porqué estaba todo tan vacío. El soldado hizo ademán de saludarme de viva voz y de manera automática dirigió su mano a la sien. Comenzó a exponerme muy cordialmente pero con seriedad, la razón por la cual no podía yo estar allí, mientras repartía su mirada por todo mi cuerpo, de arriba abajo, y con bastante dificultad y mucho rubor me explicó que era una zona militar, que estaban preparando unas maniobras, y que era un recinto acotado y muy peligroso. Yo sin embargo, solo pude fijarme en la tremenda erección que su ropa de camuflaje me estaba mostrando inevitablemente y que casi rivalizaba en tamaño con su arma reglamentaria.
Con unas cuantas miradas que intercambiamos y alguna que otra sonrisa pícara una vez pasado el primer impacto, tuvo la amabilidad de acompañarme a por mis cosas. En lo que yo iba recogiendo mis pertenencias y secándome, él me iba contando detalles de las maniobras que pensaban hacer y, aprovechando la excusa de un pequeño traspiés, me eché sobre él pudiendo sentir en mi cuerpo aún desnudo todo su potente deseo. Solo tuve que hacerle un pequeño gesto con los ojos y susurrar un escueto “¿Quieres?” para pasar a agarrar su miembro con ambas manos y atacar al instante con mi lengua. Sus defensas cayeron rápidamente y nos enzarzamos en un conflicto en el que optó por avanzar enseguida por mi entrepierna con su boca comiéndome como si yo fuera el rancho de un día especial. Sin tan siquiera quitarse el chaleco intercambiamos posiciones y me penetró desde la retaguardia con el ardor guerrero de una bayoneta. Con todo, fui capaz de abrir una brecha en su frente y tumbarlo de espaldas en la arena para montarle como si estuviera entrenada para una carga de caballería. Él se agarraba a mis pechos con la habilidad de un regimiento de montaña y tras un buen rato de asalto su artillería lanzó una atronadora descarga final que hizo resonar mis gemidos entre las rocas que teníamos como testigos.
Mi marcial amigo tuvo la deferencia de permitirme dar un último baño mientras él recomponía su aspecto y su uniforme con una sonrisa propia de permiso de fin de semana.
Me fui de allí con la satisfacción de haber pasado un buen rato de playa y de haberle subido la moral al menos a una parte de las tropas que sufrirían poco después entrenando en aquella cala solitaria.