“Nunca sería capaz de hacerlo con mi jefe, y menos en la oficina”. Eso le dije a una amiga hará unos dos años, mientras tomábamos un estupendo café irlandés una noche de viernes.
Pero qué razón tiene ese refrán que dice mi madre: “nunca digas de este agua no beberé”. Porque cuando la sed aprieta y el ansia sexual se te pega como un pulpo en las partes bajas de tu cuerpo, el arrebato de amor te somete y ya no hay lugar para pensar en todo aquello que dijiste que nunca harías. O dicho de otra forma: que cuando las ganas de follar son mayores que tu prudencia, puede pasar cualquier cosa.
Teníamos prevista la típica comida de empresa para celebrar la Navidad y me tocaba a mí reservar y animar a todos a participar en ella. Por supuesto, habíamos tonteado lo suficiente en muchos ratos de oficina como para saber que había química entre nosotros, y si no hubiera sido porque él había comenzado a acercarse, yo jamás me habría lanzado. En otra empresa en la que había trabajado con anterioridad me había liado con un compañero, al fin y al cabo es algo que me parece de lo más lógico teniendo en cuenta que el roce hace el cariño, pero tratándose del jefe la cosa cambiaba. Pero… era tan atractivo que me fue imposible resistirme: joven, alto, deportista, con un pelo fuerte y ligeramente canoso, y con el morbo añadido para mí de ser un hombre casado. Empezó a rozarme al hablar, y en nada estaba jugando a empujarme cada vez que bromeábamos, como dos adolescentes.
Éramos los últimos en el edificio y todos se habían marchado ya para la comida, así que, de pie delante de mi mesa, me animé a preguntarle por sus planes de vacaciones, a comentarle lo bien que nos había quedado decorado el árbol y a felicitarle las fiestas acercándome cada vez más a su oído. No me dio tregua. Al instante me agarró por la cintura y mientras me besaba casi a mordiscos me empujó contra el pequeño sofá de su despacho.
Con la puerta abierta de par en par y aún teniendo claro que tanto la limpiadora como el vigilante jurado andarían por allí, no tardé un minuto en liberarle del cinturón y la cremallera de sus pantalones y meterle la mano sin contemplaciones entre las piernas. Claro, que él no tardó tampoco nada en abrirme la blusa y sacar mis pechos del sujetador con una habilidad maravillosa. Confieso que por mi cabeza pasó como una estrella fugaz la equivocación que suponía estar follando con el jefe pero, por fortuna, tan rápido como su estupendo miembro erecto entró en mí haciéndose hueco por un lado de mis braguitas la inquietud desapareció. Fue un polvo atropellado pero altamente satisfactorio. Y en cuanto acabamos y escuchamos el traqueteo del carro de la señora de la limpieza, nos vestimos sonriendo y salimos de allí escopetados hacia la comida sin darnos ningún tipo de explicaciones.
No tuve tiempo de plantearme si habría consecuencias posteriores en mi día a día laboral o no, ya que me integré inmediatamente con los compañeros en los entrantes, el plato principal y el postre. No obstante en las copas que siguieron a la celebración con quien me integré fue de nuevo con mi jefe, que ni corto ni perezoso aprovechó una coincidencia en la salida de los baños de la discoteca para arrastrándome hasta la cabina de uno de los tocadores de señoras volver a dejarme sin bragas y sin aliento.
No descubriré nada nuevo si digo, que nuestros encuentros sexuales duraron unos meses más y después se fueron espaciando hasta que desaparecieron sin dramas, excusas ni banales argumentos. Un método tan habitual como otro para acabar con una relación exclusivamente carnal. Sin embargo, lo cierto es que si se hubiera interpuesto cualquier asomo de sentimiento romántico real entre nosotros mi problema habría sido bastante serio e incluso habría sido capaz de plantearme dejar mi trabajo, ya que verdaderamente, y aunque sea sólo en la teoría, tengo claro que nunca es buena idea enredarse con el jefe.
¡Ni siquiera por Navidad!