¿Quién no ha tenido ganas de sexo alguna vez pero ha estado tan cansada que ha preferido dejarlo?
Pues a mí me ha pasado últimamente varias veces. Pablo me busca, tenemos tiempo, mi cerebro sabe cuánto le gusta, pero a mi cuerpo no le apetece moverse. Lo más habitual es que le diga a mi novio que mejor lo aplazamos porque estoy agotada y que así no voy a disfrutarlo yo, ni voy a poder hacerle disfrutar a él. Pero he encontrado una buena forma de solventar la situación. He decidido que cada vez que me pase lo voy a expresar abiertamente y, salvo que emocionalmente tenga otro motivo para negarme, le pediré a Pablo que lo haga todo él. Por supuesto Pablo lo ha aceptado, al menos por probar y porque yo he insistido. Y os contaré que por ahora las dos veces que ha sucedido ha ido bien.
Una de esas ocasiones tuvo lugar un viernes en el que yo había terminado tarde de trabajar y me encontraba tirada en el sofá viendo una película intrascendente, cuando mi pareja llegó con ganas. Con el beso del saludo me agasajó con unos lametones en la oreja. Le advertí que estaba en esos días en los que no me importaba hacer de muñeca hinchable, si él lo necesitaba, pero que no esperase nada de acción por mi parte. Pablo, con esa premisa clara, y, después de sonreír ante mi comparación, continuó con los besos con los que había comenzado el acercamiento. Tras besarme el cuello con dulzura evitando taparme la pantalla de televisión, se sentó a mi lado y pasó a acariciarme las piernas, con firmeza, entre caricias que buscan algo y el masaje que sabe que me relaja tanto. Primero por los pies, después en los gemelos, para seguir subiendo a los muslos y cada vez más próximo a mis ingles. Yo, por supuesto, seguía tumbada y pendiente de mi película, ajena a aquella escena erótica mucho más doméstica, e intentando a la vez explicarle el argumento. No sé si sería lo surrealista de mi indiferencia ante su mano izquierda, ya enredada en mi vello púbico, o que en su imaginación la fantasía de la muñeca a su disposición iba ganando terreno, pero su excitación saltaba a la vista, una vez desabrochado su pantalón. Con la mano derecha pasó a ir masturbándose mientras hundía la otra en mi sexo involuntariamente mojado y receptivo. Ni que decir tiene que en esos momentos yo ya empezaba a ser consciente de cuánto me gustaba aquello, pero estaba tan cansada que me limité a disfrutarlo, tal y como le había dicho que haría. Casi sin cambiar de postura, me moví ligeramente para dejarle hacer con más espacio y comodidad. Pablo coordinaba a la perfección sus dedos saliendo y entrando y frotando mi clítoris, con su otra mano que subiendo y bajando por su miembro grande y duro le estaba haciendo sudar y gemir. En lo que el ágil protagonista de mi peli saltaba en paracaídas de un rascacielos altísimo para salvarse de no sé qué amenaza terrorista, mi orgasmo estallaba contenido en un largo suspiro que se apagó al llegar él al suelo.
Acto seguido, en el otro lado del sofá, Pablo que había esperado a que yo terminase, remató la faena consigo mismo soltando un aullido de placer digno de premio Óscar. Al acabar, se acurrucó conmigo y nos dormimos satisfechos, sin llegar a saber qué había sido de aquel espía valeroso que no dejaba de correr. ¡Con lo cansada que yo estaba!