Con todos los sentidos disfrutamos mucho más del sexo. Un juego sin saber quién es tu compañero sexual resulta muy excitante para Amy LaBelle.

A  las nueve en su casa, me había dicho. Y allí fui yo, dispuesta para la cita, con mi mejor conjunto de ropa interior y mis mejores deseos de que se produjera aquel encuentro. Él siempre me excitaba muchísimo, tenía la habilidad de hacer que todo fuera muy misterioso y eso me ponía a cien.

Con todos los sentidos
Ilustración de Francisco José Asencio Ibáñez.

Llegué puntualmente y llamé con cierto nerviosismo a la puerta de su apartamento. Su voz, que me sonó algo diferente de lo habitual, me saludó cortésmente desde el otro lado y sin abrir del todo la puerta asomó la mano sujetando un pañuelo de seda negra que me sugirió ponerme en los ojos antes de entrar. Aún con extrañeza pero ansiosa por la intriga acepté la proposición y cuando ya me encontraba sumida en total oscuridad esa misma mano me invitó a entrar sujetando la mía con delicadeza. Una vez en el interior me hizo avanzar unos pasos. Sentía su respiración alrededor, muy cerca de mi nuca, de mi pelo y de mi cuello. Una respiración profunda a la que sin darme cuenta seguí acompasadamente y que hizo subir mis pulsaciones. Su perfume potente a sándalo y canela ayudó a que mis sentidos estuviesen ávidos de más y entonces comencé a sentir unos dedos que, tamborileando suave, subieron desde mi cintura hasta mis pechos. Allí se afanaron en recorrerlos, entrando y saliendo de mi escote y enredándose en mis pezones hasta que los endurecieron de placer. Una vez conseguido desabotonaron mi blusa al ritmo del blues que sonaba en algún reproductor de la habitación. Yo seguía de pie, con los ojos vendados y sintiendo como el resto de mi ropa iba desapareciendo poco a poco. Mi deseo crecía por momentos, y el no saber qué parte de mi cuerpo iba a ser la siguiente agraciada con el contacto de esas manos, hacía que mis terminaciones nerviosas estuvieran todas completamente excitadas. De pronto noté  unos labios gruesos que primero me besaron y luego se enzarzaron en pequeños mordisquitos con los míos. La punta de su lengua buscaba la mía y sin apenas tiempo a degustarla pude apreciar un gusto dulce a licor. Inmediatamente sentí la presión de sus manos en mis hombros desnudos invitándome a sentarme. Me dejé llevar confiada y pude notar en mi trasero el tacto suave de unas sábanas de seda sobre un colchón mullido. Enseguida me tumbó y despojándome de las bragas, que eran lo único que aún conservaba de toda la ropa con la que había llegado, volví a  sentir de nuevo la humedad de su lengua pero esta vez entre mis muslos. Como quien busca un tesoro, lamió y lamió mi pubis hasta que mis gemidos salieron involuntariamente de mi boca, ahogando la canción que estaba sonando de fondo. No sé si continuaba el mismo tema cuando paró porque me quedé intentando averiguar cuál sería su próximo movimiento, pero cuando sentí su miembro erecto cerca de mi boca pude salir de dudas. Sin poder ver nada y con solo aspirar profundamente el olor de su sexo, tan cercano, mis ganas brotaron de nuevo. Le brindé una deseadísima por ambos sesión de sexo oral a la que correspondió, antes de terminar, penetrándome con furia. Me iba indicando con seguridad y decisión qué postura debía adoptar a cada momento según sus necesidades. Y así fue transcurriendo una larga velada.

Cuando ya exhaustos y sudorosos acabamos abrazados y satisfechos, tirados desnudos encima de la cama, yo aún conservaba mi venda. No supe si quitármela. Pero él también prefirió que no lo hiciera y me ayudó a que me vistiera para que me pudiera ir. Todavía dudo de que mi compañero de esa noche fuera la persona que yo esperaba, y desde luego no quise que la vista estropeara todo lo que había disfrutado con el resto de mis sentidos.

 

 

 

 

 

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