Podría contar con los dedos de una mano las veces que he follado en los baños de muchos sitios públicos. Bueno, mejor con los de las dos. Algunas de esas veces incluso ya os las he contado con pelos y señales. Y me sigue gustando mucho. Tengo que reconocerlo: ese aquí te pillo, aquí te mato con su poquito de exhibicionismo le da un plus de excitación al momento. Por eso también soy capaz de darme cuenta al instante si alguna pareja está haciéndolo detrás de la puerta del aseo de un garito o de un polideportivo, por muy en silencio que quieran estar.
En estos años de pandemia hemos tenido que cambiar muchas costumbres a la hora de socializar, y muchas más a la de ligar. No es que apenas se ligara entre desconocidos, es que ni siquiera estábamos entrando en los bares. Por suerte, las vacunas y el paso de las distintas olas nos están devolviendo casi casi a la antigua normalidad. Y yo necesitaba volver a los bares, sobre todo a esos pequeñitos con solera a los que me apasiona ir a tomar una copa después de cenar. Es por eso que este San Valentín, le dije a Pablo que quería celebrarlo con él de un modo diferente pero que sería una sorpresa que le daría si terminábamos en mi bar de copas favorito.
Así que nos pusimos guapos, nos fuimos al cine y de cenita romántica, dejando mi momento especial para el final. Como no le había dicho nada, él estuvo todo el tiempo expectante e ilusionado, sin imaginar qué le tendría preparado. Me hizo su regalo en mitad de la cena, eso sí: una nueva bala vibradora con control desde una app, que por supuesto tuve que probar nada más abrirla. Sin saberlo, mi novio estaba abonando el terreno para el gran remate de la noche. Antes de los postres ya me había sobresaltado con una de las vibraciones más altas y estimulantes que Pablo había escogido para mi interior y, cómo no, mi cuerpo había ido respondiendo en consecuencia. Algo que mis bragas mojadas y mi sonrisa evidenciaban a la par. Para cuando terminamos la primera copa, Pablo ya me había preguntado varias veces que cuál era su sorpresa.
―Voy al baño un momento y enseguida lo vas a ver ―le dije.
Desde aquel cuartucho para féminas, pequeño y decorado con colores fluorescentes le mandé un sugerente whatsapp requiriendo su presencia.
―¡Ven inmediatamente al baño a quitarme con la boca lo que me has regalado!
No contestó. En la mitad de lo que yo había tardado antes en llegar hasta el aseo sorteando a los parroquianos Pablo, con una fuerte erección entre sus piernas, abrió la puerta ante la pasmosa mirada de una chica que esperaba su turno y a la que amablemente despachó con un «perdona, pero me necesitan dentro». Y sin darse tregua, se sentó en la taza, me agarró con fuerza por las nalgas para acercarme a su cara y procedió con su lengua a resolver lo que yo le había pedido.
Terminé sentada sobre él, gritando mi segundo orgasmo a los cuatro vientos como si hubiera estado sola en aquel local. Pero a mi favor diré que lo hicimos todo tan rápido que las que hacían cola fuera no tuvieron que esperar casi nada. Como dijeron aquellos: ¡bares, qué lugares!