¿Qué hago ahora?
Si he seguido el juego hasta estas horas de la mañana no es para echarme atrás en el último momento. Quizás éste no era el final que yo habría vaticinado para una simple cena de trabajo. Pero es lo que tiene la vida, que siempre te reserva alguna sorpresa, y en cuanto te pilla desprevenida del todo, te la lanza.
Curiosamente, y por casualidad, nos hemos quedado solos. Varios días intentándolo y hoy que no era el plan previsto, ocurre sin más esfuerzos.
¡Claro que me resulta atractivo, y mucho! Sin embargo todo ha ido sucediendo tan deprisa que siento un poco de vértigo, como si de repente me hubiese parado bruscamente y de bruces ante un precipicio del que no acierto a ver el fondo. Me hormiguean las piernas y me sudan las manos. Una risita floja que se me escapa nerviosa, creo que me delata. Ya no nos quedan bares donde ir. De todos nos han ido echando amablemente mientras cerraban. Aunque de cualquier manera, me es imposible beber más.
He olvidado todas las conversaciones que hemos ido manteniendo sólo instantes después de terminarlas. Sus ojos constantemente en los míos, en mi boca; los míos siempre en los suyos, en su boca; los rápidos movimientos de manos como queriendo acelerar el momento… todo ha sido un cúmulo de sensaciones atropelladas. Pensar al mismo tiempo de qué hablar. Querer continuar sus frases con ingenio, a la vez que ir preparando el paso siguiente sin delatarme. Me encuentro acelerada, ansiosa. Otro trago más a la copa y quizás sea capaz de decidir qué hacer. Él me sonríe constantemente, me aborda con gestos insinuantes que pretende disimular con un vocabulario muy preciso y escogido. La tensión es insoportable. Quizás sea el momento de saltar al vacío, de dejarse llevar.
– Si quieres puedo invitarte a la última copa en mi casa.
– Perfecto. No me apetece irme a dormir aún.
Vamos juntos por la calle, pero separados por el abismo de la incertidumbre, del miedo a lo desconocido aunque cercano. Todavía no ha habido un beso, ni tan siquiera un roce. Muy ligeramente he sentido el calor de su cuerpo al sentarnos en el banco del último bar, que apoyado contra la pared, nos ha obligado a estar uno al lado del otro.
En mi cabeza van apareciendo las imágenes de una película, protagonizada por nosotros, en las que puedo ver cómo se desarrollan las distintas escenas que tendrán lugar en unos minutos. Muchas. Muy diferentes. Como las calles por las que vamos pisando con aparente decisión. Diversas opciones para una situación a la que no sé bien cómo he llegado y de la que no sé cómo voy a salir. No puedo pensar en las consecuencias, no necesito hacerlo, no quiero hacerlo. Ha llegado mi momento de soltar lastre, de tirarme sin paracaídas. La atracción por el vacío es poderosa. Me siento llamada por ese agujero negro, por el abismo que he visto en sus ojos.
Las llaves tintinean entre sus manos jugando a ponérselo difícil mientras la naturalidad empuja por instalarse entre sus argumentaciones. Los escalones hasta su piso son la cuenta atrás hacia lo inevitable. Ahora ya no podría arrepentirme.
¿Quién soy yo? No me reconozco. No reconozco este cuerpo que se sorprende con cada luz que enciende a nuestro paso.
– Te preparo algo de beber. ¡Ponte cómoda!
En dos segundos he perdido la noción del espacio y el tiempo. No sé dónde he dejado mi bolso ni mi abrigo. No sé qué hora es, ni cuánto ha pasado desde que, entre risas y casi retándonos, optamos por seguir la noche los dos solos. No sé si sentarme o esperarle de pie. Si quitarme los zapatos o retocarme el maquillaje. Si seguir con la conversación intrascendente que estamos manteniendo casi a gritos de una habitación a otra, o callarme. Seguramente el estruendo de mis latidos hablará por mí en cuanto aparezca por el salón con las dos copas. Hacía años que no me sentía tan excitada, tan viva.
Compruebo que sus emociones están mejor controladas que las mías, al apenas percibir el roce del cristal sobre la mesa cuando deja las bebidas. No soy capaz de intuir si él va a prender la mecha o esperará a que dé el salto yo. Lo que tengo claro es que ha llegado el momento de coger carrerilla. Una vez aquí, ¿qué más voy a esperar? Si pospongo esto un segundo más la sangre me hervirá en las venas y mi estado trasmutará de euforia a infarto.
Aprovecho que se ha sentado y desde el otro extremo del sofá, sin pensarlo dos veces, salto cual pantera sobre su presa y, de repente, al morder sus labios, siento el vacío real, me siento caer. A toda velocidad desciendo por su boca. ¡Nadie va a salvarme ya! ¡No quiero salvarme ya! ¡Sólo quiero dejarme caer hasta el fondo! Y entonces aparecen sus brazos que con fuerza e intensidad me sujetan, interceptando mi caída libre y manteniéndome apretada contra él. Su contención ha quedado pisoteada por el deseo y ahora es su corazón el que resuena entre suspiros y gemidos. Como en una persecución en el aire, nuestras trayectorias han confluido en una sola, violenta y dulce, como la de dos paracaidistas que se encuentran a unos metros del suelo, y agarran sus manos con decisión. En ese punto sólo nos queda planear. Y es una cálida corriente de aire la que, entrando por la ventana, nos empuja y acompaña hasta el dormitorio. Allí todo se convierte en temporal. Los besos, las caricias, la ropa que vuela sobre nuestras cabezas, las miradas, la saliva, todo se arremolina y concentra en el ojo de un huracán maravilloso, que nos ha atrapado con su máxima fuerza. No hay espacio para las preguntas. Las dudas no caben entre su piel y la mía. Y cierro los ojos para seguir cayendo, para seguir sintiendo las embestidas de un destino que me hace sucumbir a la fuerza de la naturaleza humana. Con mis manos voy explorando este nuevo mundo. Con la lengua recorro sus límites de arriba abajo, y, sin descanso, voy dejando que mi acompañante descubra los pliegues de mi cuerpo y corra por ellos a su antojo. Más allá del aturdimiento del éxtasis, el placer ha acampado con libertad, y espoleado por las arrebatadoras palabras de pasión que oigo murmurar en mis oídos, se transforma en gritos incesantes de satisfacción que salen de mi garganta entre exhalaciones.
¡Quiero caer más! ¡Más y más profundo! ¡Que se abra la tierra y me acoja en su seno caliente!
El choque final de ambos contra el suelo ha originado una fuerte erupción desencadenando ríos de ardiente y gratificante lava que, cuando se enfríen, formarán nuevos senderos por descubrir o al menos, permanecerán como huellas de un pasado común.
Las intensas horas entregados al vaivén de esta impetuosa y vehemente tempestad han terminado con el naufragio de todas mis naves y certezas, pero feliz. El riesgo del salto al vacío, se ha visto superado con creces por la experiencia vivida. Ahora sólo nos queda escalar. Trepar y salir, con mayor o menor dificultad, pero subir. Porque igual, mañana, tengo que volver a coger carrerilla y saltar de nuevo.