Aquel sábado Amy había salido con una amiga de la universidad, con la que mantenía una relación de esas maravillosas pero intermitentes por culpa de unas rutinas que no las dejaba verse tan de continuo como les habría gustado. Por eso, un día decidieron autoimponerse la costumbre de quedar un par de veces al año, una al terminar las navidades y la otra a la vuelta de las vacaciones de verano. Sin excusas. Para ponerse al día yendo al teatro, que era algo que las dos disfrutaban mucho juntas, y después cenar y charlar sin prisas.
La función de esa noche, en una sala alternativa y pequeña de barrio, la protagonizaba un actor que a las dos les parecía fantástico como intérprete, pero que les apasionaba mucho más como hombre. Era un chico moreno, atractivo, con una sonrisa burlona enmarcada por dos hoyuelos y unos grandes ojos oscuros rasgados invadidos por largas pestañas. Alto y fibroso, cual bailarín de danza contemporánea, era todo un icono sexual en el mundillo cultural y bien conocido por sus muchos romances. Al término de la representación, Ruth y ella aplaudieron con sincero entusiasmo y salieron, ya comentando la obra, a tomar unas cañas justo al local de enfrente. Con sus cervezas por delante y con más calma, andaban desgranando el argumento, cuando vieron cómo parte del elenco, incluido el guapísimo actor principal, entraba en el bar sentándose en una mesita del rincón. Encantadas con su suerte, no podían parar de gesticular, con risitas nerviosas como dos adolescentes. Pero una vez calmadas decidieron acercarse como adultas a felicitarles por la buena función.
Para su asombro y agrado, el guapo y las otras dos actrices que le acompañaban, las invitaron amablemente a sentarse y charlar. Sin embargo, las chicas se despidieron a los diez minutos alegando un compromiso ineludible y dejándolas solas con el actor. Amy y Ruth se miraron cómplices y encantadas pero sin saber muy bien cómo manejar la situación. No hizo falta porque Andrés, que así se llamaba el chico, llevaba perfectamente las riendas y, a los pocos minutos, sin saber cómo, se encontraron sobre el escenario donde un rato antes había tenido lugar el evento. Su actor favorito les estaba haciendo una visita guiada privada al teatro, y entre explicación y explicación sobre luces, tramoyas y escenografía, les iba lanzando indirectas de temática sexual. La conversación había subido mucho de tono en muy poco tiempo. El ambiente se había ido caldeando y entre la penumbra y el silencio de aquel espacio la proposición de Andrés, encaprichado con las dos, quedó claramente expuesta: hacer un trío allí mismo. Era el hombre perfecto y era el momento adecuado en un entorno muy sensual, aunque quizás no era la situación exacta con la que Amy había fantaseado. Pero era eso o nada. Las dos amigas se miraron. Quizás no volverían a encontrarse en una circunstancia como aquella, y se sonrieron.
La segunda caña, en el mismo bar, media hora después de aquella inesperada pero muy satisfactoria representación sexual a tres sobre un escenario casi a oscuras, les sirvió para aliviarse el calor del subidón, echarse unas risas y comentar la jugada. ¡Si es que el teatro siempre les había gustado muchísimo!