Siempre es una incertidumbre el saber quién te tocará al lado en el asiento del avión. Y enredada en ese pensamiento me encontraba yo sentada en mi butaca de pasillo rumbo a Polonia, recién hecha la escala en Atenas, para encontrarme con un grupo de amigas. Íbamos a recorrer toda Europa y aunque los kilómetros se terminarían acumulando en mi nervio ciático merecería seguro la pena. Llevábamos meses organizando esa quedada, y hacía tiempo que no nos veíamos. La vida nos había llevado a vivir a cada una en distintos países y quedar en ese punto intermedio para comenzar nuestra andadura nos pareció divertido.
Aún me estaba acomodando cuando una sombra que atisbé por el rabillo del ojo me preguntó cortésmente y con acento griego si podía dejarle paso hacia la ventanilla. Cuando levanté la mirada esa voz tomó la forma de un hombre con esa edad indefinida que dan las barbas pobladas. Barbas rubias y rizadas, al igual que su pelo que, dicho sea de paso, formaban un conjunto enormemente favorecedor alrededor de su bronceada piel mediterránea, al que además acompañaba su impecable traje de lino color marfil. Finalizado el momento de las presentaciones de cortesía comenzamos una ligera conversación mientras despegábamos. Me apetecía saber algo más de aquel dios griego, y no pude evitar esbozar una sonrisa cuando me dijo que su nombre era Zeus y que era entrenador olímpico. Me pareció que ya de entrada pretendía tomarme el pelo, pero me daba igual que fuera mentira porque sus ojos y el movimiento de sus labios al hablar merecían toda mi atención y me tenían tan absorbida que cuando me quise dar cuenta ya llevábamos un rato en el aire.
Nuestra amena charla se vio de pronto interrumpida por un súbito resplandor al que acompañó una fuerte descarga eléctrica en el horizonte. Estoy muy acostumbrada a los aviones pero nunca me había visto envuelta en una tormenta eléctrica de tal magnitud. Por acto reflejo no pude evitar al tercer trueno pegar un salto en mi asiento y agarrar su brazo con fuerza mientras me inclinaba sobre él para mirar por la ventanilla. Él aprovechó para meter su nariz entre mi pelo y acariciarme la cara en un intento de calmar mi ansiedad. Al girarme para responder a su gesto acerqué mi rostro al suyo y con toda naturalidad nos besamos apasionadamente. Los besos eran realmente buenos pero se nos estaban empezando a quedar muy cortos, así que con mucho disimulo y en cuanto los avisos de permanecer sentados desaparecieron, nos escabullimos por turnos al cuarto de baño. Allí mi ropa interior abrazó con diligencia mis tobillos para dejar que me penetrara con la fuerza de un toro. Nunca había tenido yo la ocasión de disfrutar de práctica amatoria alguna tan lejos del suelo y tuve la fortuna de que la tormenta reapareciera antes que la auxiliar de vuelo y su ruido acallase unos gemidos que daban buena cuenta de lo bien que me estaba iniciando en el sexo aéreo. Cuando salimos del baño, yo ya me encontraba mucho más calmada y él aún más relajado. Continuamos departiendo el resto del viaje a sabiendas de que no volveríamos a vernos, aunque yo le había planteado el despedirnos en mejores condiciones tras recoger las maletas. Sin embargo se esfumó nada más aterrizar y ya nunca más volví a verlo. Como si se hubiera desvanecido.
Relaté está historia a mis amigas pero ninguna me creyó. Todas pensaron que les estaba contando un sueño o una leyenda en la que había fantaseado con este ser mitológico. Pero yo puedo asegurar que fue cierta, y que este fue un auténtico polvo de dioses.