Amy reconoce que el deporte no es lo suyo, pero se ha dejado tentar y asiste a una muy especial clase de pilates. Ahora cuenta con una buena motivación.

Ya he comentado varias veces que el deporte no es lo mío. Lo digo siempre en público y en privado. Y que los gimnasios no están hechos para este cuerpo mío si no es para sudar con otro deportista y por algún otro motivo que no sea levantando pesas. Por eso un compañero del trabajo, Carlos, profesor de Pilates fuera de nuestro horario laboral común, se sintió retado y estuvo toda una cena de empresa convenciéndome de que su disciplina iba a gustarme más porque no era un deporte tal y como yo lo entendía, pero que me ayudaría a trabajar todos los músculos de otro modo menos agresivo.

Ilustración de Francisco José Asencio Ibáñez

Así que me dejé convencer y acudí a su pequeño centro de salud dispuesta a tonificar mis músculos sin cansarme. Ni que decir tiene que Carlos puso todo su empeño en ayudarme a controlar la postura, a erguir la espalda, a mantener mis piernas en alto tumbada en el suelo mientras apretaba los abdominales, e incluso a controlar el equilibrio con la pelota de ejercicios. Aunque por descontado, allí el único que sudaba era él en su desesperación por dar con la rutina que me convenciera por fin de los beneficios del Pilates. Pero como aquello me resultaba muy aburrido y difícil y yo seguía sin encontrar la motivación suficiente decidí proponerle una nueva actividad llevándole a mi terreno favorito.

– «Si consigues que hoy disfrute sexualmente del Pilates prometo venir todo el mes a seguir intentándolo.»

No hará falta que explique que el cuerpo de Carlos ya me tenía toda la musculatura lo suficientemente caliente, y después de casi una hora dándome clases particulares yo ya fantaseaba con que sus manos me tocasen por debajo de las mallas de licra. No sé si mi propuesta le pilló desprevenido pero se sobrepuso rápido, o la fama que me precede le tenía sobre aviso, lo cierto es que paró en seco y mirándome fijamente a los ojos esbozó una sonrisita pícara y me dijo:

–  «Pues prepárate Amy porque ahora sí que vas a sudar. ¡Desnúdate!”

En mi desconocimiento del deporte, descubrir las diferentes posturas del Pilates en pareja me pareció un mundo más interesante que el anticuado Kamasutra.

Empezamos con unos abdominales en el suelo, en los que él me sujetaba por las caderas y cada vez que yo me incorporaba me besaba. Continuamos con otros ejercicios en los que dispuesta a cuatro patas y teniéndole bajo mi cuerpo yo le hacía una fabulosa felación en varios tiempos flexionando los brazos mientras él contaba los segundos en los que me dejaba actuar. Después me ayudó a colocarme en la postura del puente para proporcionarme unos buenos lametones durante el tiempo que yo fuese capaz de sujetarme. El siguiente me era más familiar. Me puso a hacer sentadillas sobre su maravilloso miembro erecto ayudado por el ritmo que sus conocimientos deportivos iban marcando. Yo ya estaba empezando a cansarme de no poder disfrutar libremente de mis ganas pero Carlos todavía quería enseñarme más ejercicios, así que cogimos la pelota de entrenamientos y colocándome boca abajo sobre ella me dijo:

– «Sujétate bien al suelo que voy a empujarte fuerte por detrás.»

¡Y bueno si lo hizo! Terminé perdiendo el equilibrio y cayendo al suelo, donde por fin pude hacerme con él y dominar la situación a mi antojo sin tener que pensar en llegar hasta treinta, ni en repetir series.

¡Cómo cambia el deporte cuando hay una buena motivación! ¡Casi tres horas que estuvimos tonificando el cuerpo! ¡Y menudas agujetas tuve al día siguiente! Al día siguiente y el resto del mes, porque por supuesto tuve que cumplir mi promesa y acudir puntualmente a practicar los aburridos y rutinarios ejercicios de Pilates de siempre. Menos mal que al terminarlos Carlos siempre me hacía una clase personalizada…

 

 

 

 

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