Cada vez que paseando por un centro comercial veo a los chavales disfrazados de papá Noel, de reno, de cartero real y todos esos personajes navideños tan típicos y entrañables, no puedo evitar recordar mis años más jóvenes en los que yo también tuve ocasión, o mejor dicho, necesidad, de vestir tales galas.
Cuando empiezas a trabajar con la ilusión de hacer de todo y el interés por ganar lo que sea, realizas cualquier trabajillo que te ofrezcan. Y eso hice yo. Me dieron mi disfraz de mamá Noel y me pasé varios días tocando una campanita y repartiendo regalitos de promoción de una firma de cosmética. No puedo decir que el trabajo fuese muy enriquecedor ni entretenido, pero tuve ocasión de entablar amistad con otro chico joven disfrazado de mi homónimo masculino en la tienda de enfrente, que dispensaba a diestro y siniestro porciones de queso como muestra de lo que se vendía allí. ¡Y a mí me encanta el queso! Así que nos hicimos muy amigos. Los tiempos muertos entre las horas fuertes de las ventas nos cruzábamos el pasillo para charlar un poco y de paso picar yo unas tapitas. Un par de minutos nada más, lo justo para que los jefes no tuvieran razones por las que echarnos antes de que acabaran las fiestas. Por supuesto nos hicimos más que amigos porque enseguida nos gustamos y nuestras hormonas en aquellos años estaban terriblemente receptivas y preparadas para el sexo. Reconozco que eso hizo que fueran unas navidades muy especiales y que el trabajo se hiciera mucho más ameno. Pero nada más fuera de lo normal si no hubiera sido por un pequeño problemilla que tuvimos. Más de una tarde, sobre todo las de los fines de semana, las jornadas terminaban con tanto ajetreo que el excesivo flujo de compradores no nos daba tregua ni para saludarnos desde lejos. Y nosotros siempre teníamos muchas ganas de vernos y muchas más de tocarnos. Y con tanta pasión a flor de piel, nos habíamos liado en el mismo centro comercial por todos los rincones: en los baños, en mi tienda después de cerrar, tras las puertas de emergencia y en algún que otro recoveco que a nosotros nos parecía expresamente diseñado para ello. La mañana de Nochebuena llevábamos varios días en los que nos había sido imposible por distintos motivos encontrarnos a solas.
Las ganas eran ya incontrolables, de modo que habíamos quedado en vernos un ratito antes de empezar y aprovechando que le tocaba abrir y preparar las tapas. Por eso ese día, nada más llegar, me fui para su tienda y con mi disfraz de mamá Noel y todo comencé a comerle la boca a mi papá Noel detrás del mostrador con barba postiza y todo. De la hora y pico de antelación con la que nos habíamos citado, creíamos que sólo habían pasado diez o quince minutos de arrebato, cuando su compañero abrió las puertas y entró toda una plantilla de mensajería dispuesta a recoger las cestas de empresa. El espectáculo debió ser de todo menos navideño, porque allí estábamos mamá y papá Noel, a medio vestir, revolcados en el suelo. Yo boca arriba con mi gorrito y un precioso sujetador a juego, y mi amigo ya sin barba ni pantalones y con la cabeza debajo de mi falda roja. Ya fuera porque la escena fue tan sorprendente como ridícula o a lo mejor porque fue en un día tan especial todos se echaron a reír, y empezaron a hacer chistes sobre los regalos mágicos que más le gusta hacer a papá Noel. Aunque pese al bochorno, lo mejor de todo fue que ni el jefe de mi amigo ni la mía estaban y pudimos recomponernos a tiempo para ocupar nuestros puestos y con mucha más alegría que ninguno de los días anteriores, repartir promociones y felicidad con una gran sonrisa post-orgasmos.