Que hay prácticas sexuales en las que algunas personas se excitan comiendo sobre el cuerpo de otra no es nada que yo vaya a venir a descubrir aquí. Pero es cierto que ni yo, como sujeto activo, ni conmigo, como mesa pasiva, lo habían practicado nunca.
Lo más básico que es lamer nata esparcida a discreción por las zonas erógenas, eso por supuesto que sí. Sin embargo no se me había dado el caso hasta hace poco de tener un amante que quisiera explorar ese mundo concienzudamente.
Mi pareja hasta hace unos meses se había limitado al spray de nata. Algo muy divertido una vez o dos, pero que con demasiada frecuencia no solo llega a ser aburrido, sino que además te echa encima un montón de calorías, y aunque alguna vez le sugerí comprarla desnatada él siempre protestaba porque no le sabía igual de rica. Para variar, pensó que sería motivador algo más espeso en lo que hubiera que poner más empeño lamiendo, y nos pasamos a la miel. De caña, eso sí. Porque la de flores decía que era muy ligerita y enseguida resbalaba. Si ya se me quedaba el cuerpo pegajoso con la nata… con la miel, no os quiero ni contar. Y ¿para qué hablar de cómo quedaban después las sábanas? Porque encima, casi siempre teníamos que terminar haciéndolo en mi casa, ya que él compartía habitación en un piso con otros dos chicos, divorciados como él y con unas economías digamos poco sostenibles. Y con los meses de calor y las ventanas abiertas había noches en las que las moscas me daban más lengüetazos que mi hombre.
A la vista de mis reiteradas protestas por tanto pringoteo, decidió pasarse a algo más limpito y nos dedicamos a cenar sushi cada uno sobre el cuerpo desnudo del otro. Reconozco que esto no estaba tan mal, pero entre lo tarde que pedíamos la cena siempre, el tiempo que dedicábamos a colocarlo y el tener que comer por turnos, me estaba costando la vergüenza de que los ruidos de mi estómago, a menudo muerto de hambre, se oyeran más que los de mis gemidos de placer. Añadiéndole a eso, que su manía de jugar con los palillos por mi cuerpo siempre derivaba en convertirme en la batería de los Rolling, que era su grupo favorito, y se iba un poco del tema que nos ocupaba. Con la consiguiente estampa de verle disfrutar ya cenado y cantando, mientras aporreaba rítmicamente mi pobre estómago famélico.
También habíamos jugado a pasarnos cubitos de hielo por el cuerpo, a que bebiera whisky derramado en mi ombligo, a introducir trozos de fruta en mi sexo, a alternar bebidas calientes y frías para hacerle felaciones con mucho contraste de temperatura y toda una larga serie de juegos en este estilo gastronómico.
Hasta que un día entramos en una juguetería erótica para comprar algo nuevo que probar juntos y descubrió la pintura corporal comestible. La de chocolate fue la reina desde el primer momento. Todo empezó por escribir mi nombre. Tras hacerlo pasaba su lengua dulcemente reconstruyendo cada letra. Era muy, pero que muy, estimulante. Yo le indicaba donde dibujarme y el cumplía perfectamente dibujando y lamiendo. Realmente fueron unos momentos muy eróticos. Pero a medida que pasaban los días, los dibujos cada vez eran más grandes, y los lametones menos cuidadosos. Apenas me dejaba que fuera yo la que le pintase y le chupase. Toda su obsesión era embadurnarme de dibujitos de fresa, vainilla o naranja y merendarme como si no hubiera un mañana, para volver al chocolate en la misma sesión, y ya sin fijarse siquiera dónde me iba pintando.
Por todo eso al final le dejé. ¡Por goloso! ¡Era un auténtico adicto! Lo único que le interesaba de mí era que yo le ofrecía la excusa perfecta para zamparse toda la crema de chocolate que a diario procuraba no comerse. Y es que, si yo no voy a ser la protagonista de una sesión de sexo, y el dulce que de verdad un hombre se quiera llevar a la boca, conmigo no hay nada que hacer.