Qué fastidiosas suelen ser las reuniones familiares navideñas cuando sois muchos y apenas os veis el resto del año! Mis abuelos paternos siempre han mantenido esa tradición de cenar juntos para nochevieja y agruparnos ese día a todos los hijos, primos, sobrinos y nietos. Y como son de aquella generación en la que el sexo tenía su máximo esplendor solamente para terminar teniendo descendencia, pues somos una barbaridad los que esa noche acabamos juntos comiendo las uvas en el pueblo de mi padre. No diré que no tiene su punto simpático, pero acarrea un enorme trabajo el preparar tanto canapé y tanta bebida. Al menos, han entrado por el aro de la modernidad y, como se lo pueden permitir, encargan un maravilloso catering a una empresa de la zona para que todo sea mucho más fluido. Por supuesto siempre falta alguien que se atreve a organizar sus propios planes a expensas de que será la comidilla de todos a lo largo del año siguiente.
Somos tantos primos, carnales o segundos, tantas parejas nuevas con hijos, o incluso alguna que otra ex que continúa apegada a la rama principal de la familia, que yo este año no conocía a más de uno. Y eso es lo único que me mantiene entretenida de esta tradición, el ir charlando con unos y otros y presentándome a los que no conozco. Lo que sucede con esto es que puede pasar que te encuentres con un muchacho encantador, guapo, divertido, y de repente te diga que es primo segundo tuyo por parte de una prima de tu padre que estuvo viviendo en Suiza. ¡Una pena! Porque hace mucho, con quince años podías permitirte el lujo de experimentar y tontear con un primo del pueblo al que no vieras en exceso, pero con una edad ya como la mía, muy buena para todo dicho sea de paso, en principio no suena muy serio. Aunque sobre todo, el principal problema es que la otra parte no piense en lo mismo que tú. Pero después de muchos vinos, mucha comida, doce uvas, y mucho champán, mi primo y yo ya habíamos intimado lo suficiente como para pasar a ponernos al día de nuestras relaciones personales. Nos habíamos caído muy bien, nos estábamos gustando mucho y empezando a tocar al hablar, también mucho.
Si yo no hubiera descubierto en sus grandes ojos verdes aquella chispa que le brillaba al contarme cuánto le gustaba a él el sexo y las mujeres con mucha iniciativa y energía en la cama, quizás yo no le habría invitado a ver las nuevas habitaciones que los abuelos habían construido en lo que fuera una vez la zona de animales. ¡O seguramente también! Pero nada más cruzar la primera puerta, lejos del bullicio festivo familiar, me lancé a comerle la boca con descaro mientras le contaba que yo conocía un buen repertorio de posturas y que había tenido tantas relaciones que podría mantenerle entretenido y excitado contándoselas, antes, durante y después de probarlas todas. Mi, hasta entonces desconocido, primo no tuvo inconveniente alguno tampoco en obviar de inmediato el lazo de sangre que sin darnos ningún placer nos unía, y pasó a la acción con todo su entusiasmo. Su intenso olor a perfume, el tanga que me dejaba apretar bien su culo mientras lo desnudaba y sus ganas de dejarse hacer primero, para pasar a devorarme después, nos hicieron disfrutar de una nochevieja realmente especial.
Pese a lo tarde que era, no descansamos hasta llevar más de tres horas de sexo y porque él se rindió al cuarto asalto convencido de que mi energía podría mantener encendido todo el alumbrado navideño del pueblo. Ineludiblemente además, teníamos que dejarnos ver por la reunión familiar. Y como cada uno tenía que volver a sus vidas cotidianas, hemos quedado en encontrarnos el próximo año y volver a celebrar juntos el cambio de año, aunque lo más seguro sea que nosotros empecemos un par de horas antes.