Una amiga me comentó una vez que la piel pasa por diferentes momentos en la vida de una persona. Es posible que su comentario tuviera que ver con algún tipo de tratamiento cosmético corporal de lujo que habría leído en una revista de moda, pero a mí me recordó enseguida a ti. Y me hizo recordar nuestras primeras veces.
Lo que debería ser entonces, por lógica, el primer momento para mi piel, debió ser aquel en el que se me erizó todo el vello del cuerpo cuando me miraste fijamente a los ojos y sentí un vuelco en el estómago acompañado de un escalofrío. Tú ibas en ropa deportiva, cansado, sudoroso, feliz por la sobrecarga de endorfinas, y me pediste un refresco light. Ya habíamos interpretado en varias ocasiones anteriores esa misma escena, pero sólo te había visto yo. Creo que fue aquella tarde la primera en la que me viste tú y me observaste con detenimiento. A lo mejor, porque dejé pasar muchos minutos antes de servírtelo, pero puede que también porque aproveché para dejar que te deleitaras con mi trasero, embutido en un ajustadísimo vaquero de cintura baja, en el lentísimo recorrido que hice hasta la barra.
Después vinieron el resto de momentos.
El siguiente acercamiento ya fue más directo. Sabiendo donde encontrarme, no te costó trabajo alguno pasar a buscarme al terminar mi turno y convencerme con zalamerías y sonrisas para tomar una copa en otro bar. Queriendo parecer un tipo al echar la vista atrás y pensar en tus suaves besos deslizándose por mi cuello del hombro a la oreja y de la oreja al hombro, al recordar tus labios gruesos ávidos de más carne, tu lengua húmeda mojando mi lengua y tus manos sujetando con firmeza mi cara. La piel de mi boca entró en ebullición al sentir el contacto de la tuya y, con ella, el resto de mi piel. Una velada interminable de besos libidinosos y premonitores. Sin embargo me dejaste con ganas, deseándote, queriéndote, esperando con prisas la llegada de un momento mejor.
Cuando mi piel descubrió contigo su tercer momento, pensaba que ya no habría nada más después de aquello. Recorriste muy despacio mi cuerpo con la yema de los dedos desde los tobillos hasta la frente, después de haberme desnudado con una parsimonia tal que pensé que el deseo me mataría. Aún hoy soy capaz de estremecerme sólo con pensarlo. Lentamente buscaste rincones de mi anatomía que lamer mientras mis poros se iban abriendo dispuestos a recibir lo que quisieras darme. En mi pecho, henchido de placer, el corazón golpeaba sus paredes intentando encontrar límites para no salirse de él. El momento de entrar en mí se hizo anhelar tanto que no pude reprimir mi máxima excitación consiguiendo con ello que tus ansias se transformaran en una energía imparable, que arremetió dulcemente contra mí una y otra vez, y otra más.
Sin embargo mi piel todavía pudo disfrutar de un cuarto momento de éxtasis. Después de gozar sin descanso, y hacerme sudar hasta la extenuación, jugaste un rato más con mis terminaciones nerviosas dándome un suave masaje. Relajante, intenso, con tus fuertes manos calientes, impregnadas en aromáticos aceites afrodisíacos que me hicieron soñar con dorados paisajes de cuentos orientales. Primero por toda la superficie del cuerpo, para pasar después sin apenas darme cuenta, a hacerlo por su interior. Tus dedos se adentraron rápidos y sigilosos, y ahondaron en mí, como si buscaran extraer antes que nadie, un tesoro oculto y ansiado por otros ladrones expectantes. Y allí, en lo más profundo de mi intimidad, se detuvieron y se recrearon acariciando y mimando los recovecos de la guarida de mis pasiones secretas, hasta que consiguieron el premio deseado: un géiser potente y templado que anunciaba la felicidad. Y mi piel volvió a temblar.
El resto de momentos especiales que viví contigo fueron innumerables. Algunos no me atrevo siquiera a describirlos, o mejor dicho, no sabría cómo describirlos para que reflejasen la apasionada realidad tal cual fue. Pero todos fueron dejando intensas huellas en mi piel, de tal modo, que todos los hombres que vinieron tras de ti, no pudieron más que ir pisando los surcos que tú ya habías realizado con tu amor excesivo e inagotable.
No obstante, la pasión que es voluble y caprichosa, quiso que te abandonara creyendo que otro podría satisfacer mis apetitos aún más. ¡Qué equivocada estaba! Nunca ningún hombre consiguió llevarme hasta los límites que contigo traspasé.
Por eso en días como hoy, cuando entras al bar acompañado de otra, una ira enfermiza trastorna mi cabeza. Y al mirarme, despechado, una sacudida me recorre de pies a cabeza, mis caderas sufren espasmos que debo controlar y mi cuerpo enardece con el deseo de tenerte de nuevo, de ser tuya de nuevo, de sentir de nuevo todos esos momentos de la piel.