Me encanta bailar, creo que ya lo he comentado en alguna que otra ocasión, al igual que ya hemos hablado de momentos en los que he ligado en los bares bailando y cuánto me gustan los hombres que se mueven bien en posición vertical ya que eso siempre me hace ir visualizando cómo se moverán en la horizontal.
Había quedado por Internet con un chico con el que llevaba un par de semanas chateando y nos habíamos citado en una sala de baile que yo no conocía pero que por lo visto él frecuentaba con asiduidad. Me había dicho que a él también le apasionaba el baile y que sólo se acostaría conmigo después de verme en acción en la pista. No sé por qué pero accedí a pasar esa prueba totalmente convencida de mi superioridad siguiendo el ritmo de la música. La absurda manía que tengo de no concretar ni pedir detalles me llevó a presuponer que iríamos a una discoteca de moda, a movernos al son de los temas de más actualidad, los cuales yo dominaba a la perfección con el contoneo de mis caderas, y a rozarnos con bailes voluptuosos y tremendamente eróticos como en la película “Dirty Dancing”. Sin embargo, cuando tras bajar las escaleras, casi tan estrechas como mi sensual falda de tubo, tuve la panorámica de la amplia zona de baile del local casi me caigo de los tacones. Sonaba de fondo un conocido vals y las parejas daban vueltas casi al unísono sobre sí mismas y alrededor de la pista. En seguida el ritmo cambió a chachachá. ¡Pues iba a resultar que sí, que iban a ser bailes como los de la película, pero literalmente! Mi pareja salió de algún rincón que no había visto y enganchándome desde atrás por la cintura, me dio un beso en la mejilla y rápidamente me cogió la mano para llevarme hasta el centro del local. Él ya llevaba puesta una atractiva sonrisa de oreja a oreja, con la que me contagió y me convenció para arrancarme con unos pasos que no había dado en toda mi vida. Bueno, también es cierto que fueron casi más convincentes sus fuertes brazos y un culo estupendo que se intuía bajo el pantalón de pinzas y que meneaba con mucha soltura empujando suavemente mis caderas para ayudarme a seguir el compás. ¡Igual hasta me terminaban gustando los bailes de salón con aquel profesor particular! El swing, el bolero, el rock and roll y el mambo pasaron por mis patosos pies con una facilidad, que cualquiera habría dicho que llevaba semanas practicando. Mi bailarín profesional se deslizaba a su antojo a mi alrededor. Me sujetaba, me lanzaba, me guiaba con mimo y autoridad, y yo no podía dejar de mirarle a los ojos. Me encontraba gratamente sorprendida y muy excitada con su contacto a la vez que me divertía con la sucesión de los temas y el subidón producido por el baile sin descanso. En las canciones que nos daban un poco de tregua nos empezamos a besar sin dejar de mover los pies y comenzó a susurrarme que a él también le estaba gustando mucho mi forma de moverme, así que enseguida le propuse cambiar el plano, lo cual aceptó encantado y de inmediato.
Expuestos en el salón de su piso lucían varios trofeos de baile. Le pedí que pusiese más música porque quería seguir bailando, aunque en cuanto sonaron los primeros acordes, aproveché para desnudarme rítmicamente y plantear las normas de aquel encuentro: “A partir de aquí te voy a enseñar yo unos cuantos movimientos. ¡Llévame a la cama porque ahora soy yo la que te va a hacer bailar!”
Y con un estupendo “paso a dos” acabó una de mis noches más movidas.
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