Algunas veces me pasa que tengo sueños recurrentes. Sueños que se repiten cada cierto tiempo sin motivo aparente, pero al menos son ensoñaciones que me agradan bastante. Los tengo de tres o cuatro temáticas que se van alternando, pero el que más me gusta es el de las labores domésticas.
Sí, sí. Me paso todo el sueño limpiando, recogiendo, fregando y planchando, y sin embargo me encanta. ¿Por qué? Porque todas esas labores las voy haciendo a la vez que varios hombres, sumisos y complacientes, y por supuesto guapísimos, me van dando placer sin interrumpir mis quehaceres.

Voy vestida súper sexy, por supuesto, con un conjunto en cuero negro de ropa interior con muchos encajes y ligueros sin braguitas, y me paseo por una enorme casa, con una decoración moderna y minimalista.
Y así, de esa guisa, me pongo a planchar una camisa, y aparece a cuatro patas un chico moreno en tanga que se mete debajo de la tabla y comienza a olisquearme la entrepierna. Yo sigo con mi tarea, como si no le viera, y él sigue con la suya que pasa a ser hacerme un cunnilingus. Entre espasmos y espasmos llego al clímax con mi camisa perfectamente planchada y decido continuar con la costura. Me acomodo a coser los bajos de un pantalón, algo que lejos del mundo onírico no sería capaz de hacer, en una mecedora amplia y mullida, y, al minuto, siento sobre mis hombros las manos grandes y cálidas de un hombre que me masajea los hombros con suavidad y firmeza.
Mi habilidad con el dobladillo es tan fabulosa como la de mi atento servidor acariciándome los pechos. Hasta que no termino mi labor, él no cesa en la suya, que me resulta de lo más agradable. Sin tomarme ni un minuto de descanso, me encamino en mi atareado sueño a la cocina. Allí me dispongo a fregar los platos, para lo cual me enfundo unos elegantes guantes largos y negros, muy a juego con mi indumentaria aunque nada adecuados para dicha tarea. Con mi delantal bien atado para no mojarme por fuera, me doy cuenta de que vuelvo a humedecerme por dentro al notar los dedos de un cortés amante situado convenientemente a mi espalda. Me susurra al oído halagos sobre lo brillante que me quedan los platos mientras excita mi interior con impetuosos movimientos circulares. Empeñadísima en dejar toda la cocina recogida, solo paro el tiempo justo de gritar y soltar mi orgasmo, apoyando las dos manos sobre la encimera. Le agradezco a mi hombre su trabajo tan bien realizado y dejo colgado el delantal, plenamente satisfecha con haber completado mi tarea.
No obstante, como las labores de una casa son tantas, prosigo en el dormitorio y decido cambiar las sábanas de la cama y dejarla vestida de limpio. En esta ocasión, un chico enfundado de cuero negro como yo, y un collar de sumiso, colabora conmigo retirando los edredones y colocando las fundas limpias de las almohadas. Estoy a punto de correrme solo de verlo poner las sábanas recién planchadas, pero me contengo, porque todo el tiempo va detallándome lo que piensa hacerme cuando tengamos la cama arreglada. Y justo al llegar al final y colocar los almohadones, pasa a la acción. Me agarra con firmeza, me tumba sobre la cama y me penetra con una mezcla de dulzura e intensidad que me tiene jadeando un buen rato. Este orgasmo final me suele pillar ya en un estado de casi vigilia del que salgo empapando la sábana bajera, gimiendo y, a la vez, lamentando que haya sueños que sean solamente sueños y que, a la hora de la verdad, me quede aún tanto por limpiar en casa.