De entre todas las leyendas urbanas sexuales se encuentra una: la de la lavadora centrifugando. Corre la voz de que son inmensos los orgasmos que un buen centrifugado puede proporcionar a una mujer si se sienta encima. Pues esta semana Amy se dispone a comprobarlo. ¿Se decepcionará?

Cocodrilos en las alcantarillas, la niña de la curva, el cuerpo de Walt Disney congelado y hasta aquello de Ricky Martin y la mermelada… Todos ellos mitos urbanos muy divertidos pero fuera de mi alcance para comprobarlos. Aunque había uno que sí que podría comprobar y al que le tenía muchas ganas: el orgasmo encima de una lavadora centrifugando. Así que aprovechando una tarde de hastío en la que no tenía nada mejor que hacer me las apañé para hacer hueco en el trastero donde tengo mi lavadora vieja y con un poco de habilidad me subí a ella.

Ilustración de Francisco Asencio

Me quité el pantalón de estar por casa para que solo el pequeño trozo de tela de mi tanga se interpusiera entre las vibraciones y yo. Le puse un centrifugado intenso con un lavado corto, la encendí y me dispuse a disfrutar. Cuando comenzaron los movimientos, apareció mi decepción. Aquello no transmitía en absoluto la satisfacción que la leyenda contaba. Más bien era un poco desagradable. Empecé a sentirme a ratos incómoda a ratos ridícula por la situación  y cuando un hilillo de humo salió de su interior me confirmó que todo esto no había sido muy buena idea. No soy experta en temas técnicos pero diría que mi peso había forzado el motor de alguna forma con el resultado evidente. Ahora si que me sentía mal por lo absurdo de mi idea, pero no era momento de más remordimientos porque el cesto de la ropa sucia estaba lleno y necesitaba usarla de verdad. Enseguida recordé que tenía la tarjeta de un técnico para reparaciones urgentes que vivía a unas manzanas de mi casa. Lo llamé de inmediato y poniendo mi voz más persuasiva le rogué que viniera esa misma tarde.  Cuando a los quince minutos se personó en mi casa y le abrí la puerta comprobé con gran alegría interior que su profunda voz de locutor de radio se correspondía con un físico más que interesante. Con el protocolo habitual lo dirigí hacia el trastero y tras una rápida inspección me alivió escuchar que no era nada grave. No sé si por su experiencia que ya le habría hecho encontrarse con situaciones parecidas pero fue capaz de intuir lo sucedido, y entre divertido y zalamero consiguió que le confesara la causa del fallo técnico. Notó que me iba ruborizando a medida que se lo contaba y que con mil gestos y aspavientos intentaba disimular mi vergüenza.

De repente me cortó en seco, me agarró por la cintura y atrayéndome hacia él me susurró al oído si yo quería una demostración detallada de cómo poner un centrifugado bien satisfactorio. No sé si fue por la gracia que me hizo esa burda declaración, por los nervios o porque el muchacho no estaba nada mal, pero el caso es que en los apenas quince minutos en los que tardó en arreglar el fallo, yo ya había desabrochado sus pantalones y el había metido mi tanga en la lavadora. Cerró la puerta y levantándome por los aires me sentó encima a la vez que accionaba el encendido con un rápido movimiento. Nos besamos apasionadamente y sin prelavados ni preliminares me penetró con igual fuerza que destreza. Una buena refriega en mis pechos y un sorprendente buen ritmo de caderas y la lavadora empezó a moverse ahora de verdad, temblando con sus envites. Cuando el centrifugado comenzó a acompañarnos, la excitación ya era tal que enseguida llegamos al orgasmo y gritamos y reímos divertidos como nunca.

Con el final del lavado se vistió, me ajustó las cuentas y se llevó su dinero con un descuento para fidelizarme como clienta satisfecha. Y yo ahora en cuanto acabe de tender voy a buscar en internet más leyendas urbanas a ver si encuentro alguna otra interesante que poder comprobar en propia piel.

 

 

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