El día después de Navidad, Pablo y yo empezamos a jugar con un regalo que nos habían hecho unos amigos.
En apariencia un juego de mesa más, con tablero, cartas y competitivo, a base de pruebas. Pero por supuesto no era de resolver asesinatos ni ganar puntos corriendo por las casillas, sino un divertido juego erótico con múltiples actividades para realizar en distintos días. De modo que hemos estado una semana entre ambientadores con feromonas, frotándonos el uno al otro con geles de frío y calor, adornando nuestros cuerpos con pinturas comestibles y disfrutando de las vacaciones que teníamos en estas fiestas con actividades muy pero que muy sensoriales a la vez que calentábamos la casa con nuestro amor pasional y libidinoso.
Nos hemos descubierto mutuamente puntos del cuerpo en los que no sabíamos que los lametones daban tanto placer, descubierto nuevas zonas erógenas en las que hemos investigado hasta no poder gritar más de gusto y hemos experimentado con juguetes eróticos que aún no habíamos probado.
Ha estado muy bien porque, después de largo tiempo juntos, cuando te dan algunas directrices y pautas con dinámicas diferentes para salir de la rutina, se consigue disfrutar mucho. Después de eso he estado unos días dándole vueltas a qué regalarle a Pablo para Reyes que pudiera seguir en esa línea erótica. Cualquier otro aparato o complemento sería más de lo mismo. Hasta que decidí que a veces también es indispensable volver a los orígenes, a lo sencillo, a lo más básico.
De tal manera que ese día, después de abrir el regalo que estaba para mí junto a los zapatos que habíamos dejado debajo del árbol, le di a Pablo un sobre con unas indicaciones bien claras escritas en la tarjeta de su interior: «Desnúdate, entra en el dormitorio y siéntate en la cama.» Me miró con su sonrisa pícara y obedeció con diligencia haciendo lo que le había pedido.
Esperé un par de minutos, para darle tensión a la escena, me desnudé yo también en el salón, y avanzando triunfal hacia el dormitorio empecé a canturrear «¡Aquí llega tu regalo!», mientras dejaba caer desde mi cuello una corbata negra larga que había encargado decorar con una frase que decía: «Cómeme el coño rapidito y déjate de jueguecitos.»