Quien nunca se haya comido los morros con su pareja en el portal de su piso que levante la mano. Nadie, ¿no? Sí, claro.
Por supuesto, siempre habrá alguien que será la excepción a la regla. Porque es de lo más habitual que tu chico te acompañe a casa, por ejemplo, a la vuelta de una larga noche de fiesta y como no pueda quedarse contigo te abrume a besazos y lametones en una despedida eterna. Sobre todo sucedería en aquella casi olvidada adolescencia sin posibilidades de subírtelo a tu dormitorio. Incluso, alguna vez de camino al trabajo, ¿no has pasado por su puerta y le has pedido un beso de buenos días? Pero ¿y si la cosa se animara más de la cuenta y un beso rápido llevara a otro, y ese a un achuchón más lujurioso, y eso a una necesidad de tocarse bajo las ropas?
No es que fuera mala hora, pero reconozco que las seis de la tarde, quizás tampoco fuera el momento más oportuno para comerse a besos en un bloque con muchos vecinos. Sólo había pasado por su casa a devolverle unos libros que necesitaba. Él se encontraba trabajando en casa, y como yo iba con prisas porque tenía cita en la peluquería bajó los cuatro pisos para recogerlos sin idea de entretenerse lo más mínimo. Sin embargo nos dimos un beso maravilloso largo y húmedo. De ese tipo de besos con los que un cosquilleo te recorre todo el cuerpo desde la punta de los dedos de los pies hasta el nacimiento del pelo y se te humedece la ropa interior hasta calarte los vaqueros. A ti claro, si como yo eres mujer, porque él reaccionó instantáneamente deformando los suyos a la altura de la entrepierna. Así que nos apretamos un poco más entre el “no sigas que me tengo que ir” y el “no sabes lo que yo te hacía ahora mismo”.
La primera vecina, una chica joven que salía de paseo con su bebé en un carrito nos había saludado al pasar con una sonrisilla de medio lado, a la que habíamos respondido con naturalidad. El segundo vecino entró tan deprisa con la compra que al abrir la puerta golpeó a mi chico en la cabeza por lo cual se tuvo que disculpar efusivamente. Enseguida volvimos a los besos y a los abrazos de despedida, pero sus manos ya entraban por el hueco de mi escote y las mías se lanzaban ávidas a sus pantalones sin cinturón.
Alguien que hacía sonar el telefonillo desde la calle nos obligó a recuperar la compostura y volver al saludo aséptico de pareja respetable. Tras conseguir que le abrieran, la señora mayor del quinto, que siempre le recriminaba los ladridos que daba su perro cada vez que él salía, entró en el portal dando unas ásperas buenas tardes. A los cinco minutos, justo cuando las estudiantes de la última planta asomaban corriendo por las escaleras, los botones de mi camisa estaban casi todos fuera de su sitio y mis manos frotaban su paquete como esperando ver salir al genio de la lámpara. No obstante, en cuanto el portal quedó despejado y sin ser consciente del peligro, deslicé la espalda por la pared donde estaba apoyada, me agaché y me lancé a chupársela. Sin esconder su sorpresa, mi chico empezó a disfrutar con recelo y morbo a partes iguales, mientras yo me recreaba y gozaba igualmente de aquello. Tanto que, mientras él llegaba a su momento de éxtasis, mucho más rápido de lo habitual, yo conseguía a la vez un placentero e inesperado orgasmo.
Lo único negativo de aquel febril arrebato fue la rapidez con la que tuvo que subirse la bragueta, ya que con tan tremenda excitación no sentimos bajar a los vecinos del tercero, y eso que como acostumbraban salían discutiendo a gritos. Al menos tuvimos la suerte de que no nos pillaran dos minutos antes y cuando nos saludaron tan solo nos encontraron abrazados sin más.
Al final otro beso más entre risas, el último, y cada uno a lo suyo.
Y tengo claro que ha sido hasta el día de hoy el mejor motivo que he tenido nunca para llegar tarde a la peluquería, aunque por supuesto no haya sido de los más adecuados para utilizar en mantener una buena conversación de besugos mientras te alisan el pelo.