De forma más o menos veraz, la idea que tenemos del cristianismo es la de una religión que en, mayor o menor medida, predica el amor al prójimo sobre todo lo demás.
Pero, ¿es eso cierto?
Cuando pensamos en el cristianismo, todavía muchos de nosotros lo imaginamos sólido, permanente. Un cristianismo que siempre ha sido y siempre será. Que ha mantenido su fe, sus creencias y sus doctrinas inamovibles desde tiempos remotos y que, por ello, debe ser valorado porque sus valores han sido «los de siempre» y los que deben ser.
Pero por suerte, otros muchos de nosotros sabemos que eso no es verdad. Que, precisamente, el logro y la mayor particularidad del cristianismo a lo largo de los siglos, ha sido su capacidad de transformación. Su capacidad de amoldarse a los tiempos y a las necesidades de todos aquellos a los que más beneficios les pudiera proporcionar en su momento.
Esta dinámica hace que la historia del cristianismo sea un fenómeno fascinante lleno de altibajos en donde a menudo (a veces demasiado a menudo) sus discursos, en diferentes épocas históricas, son capaces de llevarse la contraria a sí mismos. Incluso en ocasiones, dentro de la misma época histórica, un discurso cristiano de un sacerdote situado al norte de Francia podía ser completamente antagónico al de un sacerdote cristiano del sur de Italia.
Esto nos lleva al siguiente punto. Una de las épocas más oscuras y problemáticas para el cristianismo. Una época a la que yo personalmente llamo «la conquista del más allá».
Desde que Teodosio hizo del cristianismo la religión oficial del imperio romano, muchos investigadores y lectores han dado por hecho, sin mucho esfuerzo, que todas las personas del reino por arte de magia, o fuerza bruta, abandonaron sus creencias atávicas y familiares para abrazar la religión del estado. Cuando la realidad es que, a nivel práctico, poco o nada había cambiado para la gente de a pie, pues mientras los nobles y los adinerados se cambiaban rápidamente de religión por intereses económicos o nobiliarios, al pueblo ese tipo de temas no podían importarle menos.
El pueblo no se convierte por sí mismo, al pueblo hay que convertirlo.
De una manera, u otra.
Pero convertir a toda una población de un territorio tan extenso, no es tarea fácil. Para ello es necesario contar con grandes recursos, y personal que lo lleve a cabo. Dos factores con los que no contaba el cristianismo en aquel momento ni en siglos posteriores pues, por no tener, apenas tenían ni siquiera un cuerpo teórico definido que les hiciera unitario, ni una base con la que poder hacer frente a demás credos y religiones.
No sería hasta mediados del siglo X (aproximadamente unos 7 siglos después) cuando el cristianismo se sintió con fuerza y ambición suficiente como para conquistar a la población y hacer frente a la gran cantidad de «cristianismos» diferentes que habían ido naciendo a lo largo de todo ese tiempo.
En ese momento, el cristianismo se levanta con armas ideológicas, y luego no tan ideológicas, contra el pueblo con el fin de conquistar su ideario religioso y así sustituirlo. ¡Qué sorpresa se llevarían al ver que su mayor dificultad no iba a ser enfrentarse a un panteón de dioses o a una fe inquebrantable! Las tradiciones, supersticiones y rituales pueden ser absorbidos y hasta sustituidos (en esta época cientos de festividades y creencias no-cristianas fueron absorbidas al cristianismo, y los dioses de dichas festividades sustituidos por Santos). La dificultad que encontraron no estaba en las supersticiones mitológicas, que cambiaban según el pueblo y la comunidad, su mayor obstáculo fue la firme, aunque no clara, idea del amor.
El amor es un sentimiento abstracto donde entran infinidad de emociones, que se expresa de infinitas maneras y que es compartido por todos los seres vivos. El amor en sí mismo, no es un Dios al cual se le reza, pero por su naturaleza tan misteriosa y omnipresente siempre se le ha acabado otorgando, en la gran mayoría de culturas, grandes o pequeñas, una personalización en Dios.
Pero si en el cristianismo «Dios es amor», ¿cuál es el problema?
Para el cristianismo de aquella época, Dios no era amor. Dios era un tipo de amor. Un amor superior a los demás tipos de amores. Por lo que el amor a Dios debía estar por encima de cualquier otra forma de amor. Hasta de sus extensiones en el terreno físico como, por ejemplo, sobre la familia.
¿Por qué tanto empeño en ponerse por encima de todo? Pues porque el cristianismo de la época no buscaba creyentes, buscaba siervos que trabajaran para ellos, buscaban personas que pagaran los diezmos, buscaba poder. Poder con el que rivalizar con los demás señores feudales, y aquello que le impedía acceder al corazón de los pueblerinos y los tributarios era el amor.
«El que ama su vida la perderá, y el que odia su vida en este mundo la salvará para la vida eterna.» (Juan 12:25)
«El que ama a su padre, su madre, su hijo o su hija más que a mí, no es digno de mí.» (Mateo 10:37)
«Si alguien viene a mí y si no odia a su padre, su madre, su mujer, sus hijos, sus hermanos, sus hermanas, e incluso su propia vida, no puede ser mi discípulo.» (Lucas 14:26)
Estos versículos de la Biblia son un ejemplo de cómo los teólogos cristianos del momento, como San Agustín de Hipona o Santo Tomás de Aquino entre muchos otros, comenzaron a enfatizar el amor a Dios y el desprecio a cualquier otro tipo de amor después de largos siglos de absorción de teoría y práctica ascética (explicada en anteriores artículos) con la intención de devaluar cualquier amor que no tuviera nada que ver con Dios.
Aunque hoy en día estamos acostumbrados a que el cuerpo de la Iglesia y sus seguidores sigan subestimando cualquier tipo de amor diferente al que predican ellos, es curioso ver cómo en su momento llegaron incluso a despreciar el amor familiar que ahora tanto defienden, con frases como «el hombre bueno y recto se casa con la iglesia, y el hombre débil se casa con la mujer«. Explicando el matrimonio y, por consiguiente, la familia como un mal menor a la alternativa caótica, ya que siempre era mejor permitir el sexo con una sola mujer a que los débiles se fueran a desahogar a los burdeles con cualquiera.
Hay que tener en cuenta que todos estos discursos son hijos de su época y no deben sacarse de contexto.
No obstante, es curioso que un concepto tan igualador y omnisciente como es el amor pueda ser a la vez tan discriminatorio para aquellos que desean un pretexto a la hora de adquirir poder. De la misma manera que el amor está en los ojos del que mira, también lo está el pecado. Por lo que en el mundo de lo intangible, la intención de un espectador puede cambiar la realidad de muchos, más que sus propias acciones.
Como hemos mencionado anteriormente, el amor es infinito y es intrínsecamente compartido por todos, y solo cuando lo intentamos delimitar, nacen los problemas.