Se casaba mi prima Luisa. Y habíamos decidido entrar a saco con toda la parafernalia que rodea a un evento así, como ya hiciéramos en otra ocasión con una amiga del instituto. Aunque esta vez no íbamos a llevar camisetas serigrafiadas, lo que si íbamos a hacer con toda seguridad era ir a llevarles huevos a las monjas de clausura del pueblo de la novia. Eso era indispensable si no queríamos que ese día nos lloviera a mares y nos quedasen los pelos lacios a las que nos pusiéramos tirabuzones, o rizado a las que se pasasen las planchas. Así que como parte de la despedida de soltera nos fuimos todas el fin de semana anterior a la casa del pueblo de mis abuelos para cumplir con la tradición. Como no era cuestión de cargar con ellos, y era mucho más romántico llevarlos de gallinas de la zona criadas en libertad, a mí, como amiga íntima de Luisa además de familiar, me fui confiada la sin par tarea de comprarlos en alguna granja por allí.
La noche nada más llegar fue una noche de viernes memorable en la que barrimos los barecitos del pueblo entrando y saliendo en grupo de uno a otro. Bailamos lo que pudimos, comimos rico y mucho, y también bebimos. La única condición esa noche era la de permanecer todas juntas y divertirnos la pandilla de chicas al completo, sin que ninguna se dedicase al placer propio. Es decir, que no se podía ligar, o mejor debería decir, consumar. Porque el coqueteo con unos y otros fue, por supuesto, inevitable. Como hacía mucho que yo no iba por el pueblo, estuve bastante entretenida saludando a todos los parroquianos que me habían visto crecer y disfrutar de las fiestas en mi adolescencia. Incluidos todos los chicos con los que había empezado a conocer lo fantástica que era una sexualidad bien llevada. Entre ellos estaba Alonso, un pariente lejano por parte de madre, con el que había pasado muchos veranos retozando cerca del río y que conservaba el mismo atractivo que me había encandilado en la juventud. Para mi fortuna, me contó que se había quedado con la granja de sus padres y tenía gallinas suficientes como para no tener que andar dando muchas vueltas en el cumplimiento de la tarea que me había llevado hasta allí. Y además esa era una excusa perfecta para poder rematar al día siguiente lo que la promesa de viernes de las chicas no me dejaba llevar a cabo esa noche.
Cuando me levanté el sábado ya era la hora del aperitivo y me pareció muy buen momento para hacer mi encargo. En cuanto tuve los huevos para las Clarisas en mis manos, decidí pasar a la acción y encargarme de los de Alonso. No tardamos nada en ponernos al día y mucho menos en recrear todos nuestros encuentros apasionados y divertirnos con algunas posturas nuevas allí mismo en el granero. Los años le han mejorado como a un buen vino y sus habilidades para hacerme disfrutar han incrementado con sus experiencias. El único inconveniente fue, que en uno de nuestros entusiastas arrebatos mi estupendo culo fue a aplastar los huevos que habíamos dejado a un lado en el suelo. Y aunque para nuestro asunto no supuso ningún inconveniente, para el mío en particular sí, porque el resto de los huevos Alonso ya los tenía comprometidos y no me los pudo dar.
Pero como todo tiene solución en esta vida menos la muerte, que decía mi madre, tras quedar plenamente satisfecha de lo otro, me fui al pequeño súper del pueblo y compré una fantástica docena de huevos con su registro de control de sanidad y todo. Muy importante esto para que las monjas puedan utilizarlos en repostería. Que digo yo, que en definitiva así nos aseguraremos mejor que no llueva el día de la boda de Luisa, que es de lo que se trataba.
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