Yo había pensado que esos hoteles tan de moda en los últimos años a los que accedes sin que nadie te vea entrar, y donde nadie te atiende personalmente, nunca tendrían el más mínimo interés para mí. En primer lugar, porque si vas a un sitio así con una pareja con la que te apetece muchísimo echar un polvazo rápido y esporádico, o por el contrario tener una larga noche romántica, según las circunstancias, el hotel sería lo de menos. Y si la cuestión es tapar una voluntaria infidelidad, quitarle el morbo de que te descubran o al menos de que otros te vean, no tendría ninguna gracia. Segundo, porque las amigas que conocía que habían estado, lo habían hecho acompañadas de sus parejas, algo para lo cual no entendía yo que tuvieran que irse de incognito a ningún sitio.
Pero pensándolo más despacio, la verdad es que el juego de quedar a escondidas, de citarse y verse en el anonimato más completo añade un plus de erotismo a cualquier encuentro sexual. Sobre todo si sucede en una relación larga a la que siempre es bueno reactivar de vez en cuando con sorpresitas de este tipo.
Sin embargo, en estos días en los que la realidad supera a la ficción y la situación exige que tengamos el mínimo contacto con las mínimas personas posibles, esta opción ha resultado ser muy apropiada para que muchos salgamos de la rutina contando con la máxima seguridad. Que cualquier otro alojamiento estará igual de bien y suficientemente preparado, pero sentirte casi como en una película de espías es muy divertido. Por eso Pablo y yo decidimos probarlo el finde pasado.
Cada uno llegaría por su cuenta. Las únicas normas que nos pusimos fueron las de estrenar ropa y perfume y llevar uno o dos de nuestros juguetes sexuales favoritos, aunque yo ya sabía que allí también podríamos adquirir alguno nuevo. Como en todo, los preliminares fueron apasionantes para mí: pensar qué cosas llevar y qué ponerme, no hicieron más que despertar aún mis ganas de que llegase ese sábado. De partida, y como tenía claro que iría directamente al aparcamiento y no me cruzaría con nadie, decidí estrenar un conjunto de ropa interior verde esmeralda con encajes y ligueros muy sexis y un maravilloso abrigo largo de lana blanco. Y nada más. Todo lo demás, lo obvié.
No tengo que deciros lo que Pablo agradeció el detalle al despojarme del abrigo. Pude verlo en el brillo de sus ojos, en su sonrisa ladeada con picardía y notarlo plenamente entre sus piernas. Las sensaciones de estar en aquella espléndida suite junto a mi hombre de siempre, envuelto en un nuevo aroma a la vez que desprendía olor a ganas, y vestido por completo de etiqueta para mí, fueron de lo más excitante. Aprovechamos todos los rincones de la habitación para hacerlo, incluido por supuesto el jacuzzi. La comida nos llegaba por un montacargas, y todas nuestras necesidades de juguetes o películas estuvieron satisfechas por completo. Pero, sobre todo, dimos rienda suelta a muchas de las fantasías que nos habían estado rondando por la cabeza y que últimamente, por las especiales circunstancias que a todos nos está tocando vivir, no habían tenido cabida en nuestro día a día lleno de preocupaciones. Y así, ese fin de semana pudimos estar completamente desnudos y cien por cien concentrados el uno en el otro sin que nadie nos interrumpiera en ningún momento.