No sé si os he contado que tuve una pareja que me duró varios años y que tuvo un problema de salud que le mantuvo ingresado en un hospital más de lo que me hubiera gustado. Lo pasábamos muy bien juntos y nos divertíamos en extremo en la cama así que fue una pena que le sucediera aquello y se tuviese que pasar un par de meses hospitalizado. Yo solía ir a visitarle casi todos los días por la tarde y me gustaba ver que siempre tenía algo con lo que conseguía entretenerse, además de que eran muchos los amigos que se pasaban a verle. Pero Juan, que así se llamaba, siempre se quejaba de cuánto echaba de menos el sexo conmigo. Y a mí me pasaba igual, por supuesto. Las primeras semanas lo decía quizás en un tono de broma, por escuchar mis quejas y hacerme contarle los detalles de las aventurillas que habíamos tenido haciéndolo en sitios bien diversos. Y al recordarlo su erección demostraba que la salud de esa parte de su anatomía no se había resentido lo más mínimo ni con la mediación. Pero a medida que iban pasando los días, su desesperación ya empezaba a notarse más seria. Por eso decidí pasar a la acción.
Me planteaba cómo encontrar un buen momento para que estuviese solo en la habitación que compartía, y que además no hubiese el flujo habitual de visitantes que solía concurrirle. También había que tener en cuenta las entradas de rutina del personal sanitario que le controlaba, pero yo iba a encontrar la forma de estar un rato a solas con él y satisfacer aquella acuciante necesidad que yo creo que no le dejaba recuperarse por completo. Así que para acceder de noche me colaba por la puerta trasera de urgencias y nadie solía preguntarme nada.
La primera vez que me vio allí a una hora intempestiva de madrugada se asustó un poco. Incluso debió pensar que su estado había empeorado y que el médico me había hecho llamar. Sin embargo, al ver que mi actitud pasaba de cariñosa a lasciva de cero a cien, su expresión de sorpresa se transformó en una más pícara y encantadora. Sentada junto a su cama, me desabroché un poco la blusa para que la visión de los encajes de mi sujetador le fueran poniendo a tono, le di varios besos lentos y húmedos y enseguida lancé mis manos bajo la sábana buscando levantarle la bata de hospital. Al principio, en los primeros minutos, tanta decisión en mi persona, incluso le hizo sonrojarse un poco, y me rogó que lo dejara, convencido de que su vecino de habitación notaría algo raro, o que la enfermera entraría a darle la medicación. Por supuesto, yo ya había tomado buena nota de los horarios de aquellas rutinas, cual detective privado a base de observación, y había corrido la cortina que separaba una cama de otra. Y obviamente, aquella hora nocturna era la mejor para que su compañero durmiese profundamente y nadie nos molestase al menos durante media hora.
No hizo falta tanto tiempo para que los masajes de mis manos y los lametones de mi boca consiguieran su objetivo, y ya que Juan no se encontraba lo suficientemente fuerte aún para mantener un combate cuerpo a cuerpo, agradeció muy mucho que me limitara a darle placer y le regalase un orgasmo tan deseado y potente como silencioso. Una vez probada y comprobada la eficacia de mi estudio en cuanto a los momentos más tranquilos para estas visitas especiales a mi novio, estas se convirtieron en la auténtica rutina de mis incursiones en el hospital. Y a medida que Juan fue restableciéndose, nuestra actividad sexual fue en aumento llegando en los últimos días de ingreso a ser capaces de echar un polvo rápido, completo y satisfactorio en su cama. Y yo estoy convencida de que eso fue lo que hizo que se recuperase antes de lo que su médico esperaba.