Las historias que se quedan inacabadas, sin terminar, siempre vuelven. Siempre. Y existen muchas opciones para cerrar esos círculos, tantas como tipos de relaciones sin acabar hay. Muchas fueron amores de juventud, esos primeros sentimientos que nos tuvieron enredados en nuestra peor etapa: la adolescencia. Amores no correspondidos, platónicos, equivocados, o amores que terminaron mal porque no éramos capaces de gestionar nuestras emociones. Otras historias se han quedado estancadas en la edad adulta, por autocensuras, por distancias físicas reales, por condicionantes externos culturales o religiosos, o por miedo a que se convirtieran en algo tan importante que no pudiéramos controlar.

Yo también he sufrido con estas relaciones, y he visto regresar a mí mas de una, por eso estoy convencida de que todas terminan volviendo de una manera o de otra. Puede que lo hagan sólo como una buena amistad, o quizás como un discreto acercamiento que no conlleve intimidad física ni amor, pero ten por seguro que las dos o tres más importantes en tu vida llegarán a ti como un boomerang en el momento que menos las esperes. Y lo especial de estos reencuentros, al menos según mis experiencias, es que o son muy insulsos, o son espectaculares. Sin término medio.

Las ganas que tuve de acostarme con él nada más verle fueron directamente proporcionales a la fuerza con la que el día anterior le había dicho a mi amiga Carla que no quería volver a ver a un hombre a mil kilómetros a mi alrededor. Porque no hay como escupir al cielo. Y esa es otra gran verdad universal. No puedo explicar el porqué pero si una década antes lo había ignorado por completo, ahora mi cuerpo se estremecía solo con verle. Así que aprovechando la oportunidad que la vida nos daba haciéndonos coincidir de nuevo, me lancé como una loca a su captura. Tampoco sabría decir con detalle cómo sucedió pero fueron surgiendo las ocasiones de vernos y a los pocos días estaba sentada sobre su cuerpo desnudo con la falda a la altura de la cintura y sin bragas. Desde el primer día que nos enrollamos, no pudimos estar ni un solo día sin tocarnos. Follabamosa todas horas y en todos los sitios en los que nos lo pedía el cuerpo. Además de en los habituales, con la intimidad suficiente para grandes despliegues erótico festivos, solíamos dejarnos llevarnos por la pasión en portales, escaleras, ascensores, la playa, en su coche, bajo los árboles del parque, en los cines, en los baños de los bares, en los probadores de las tiendas, o donde nos pillase. Era rozarnos y encenderse en nosotros la mecha de una gran pasión. El soportaba, casi con dolor, una erección constante todos los minutos que pasaba conmigo y yo no era capaz de controlar ni la excitación ni los fluidos de mi entrepierna. Y no éramos novios formales ni nada de eso. Pero quedábamos para hacer mil cosas juntos y una cosa terminaba llevando a la otra.

Y un día, tal y como vino aquella historia, se fue: sin darme cuenta ni saber por qué. Cerramos el ciclo. Pusimos el punto y final. Sin embargo después de unos años sigo fantanseando con aquella historia que aunque por diversas razones tuvo que  terminar, ha sido la más arrebatadora que he vivido jamás. Cada momento fue erótico, cada caricia insuperable, cada orgasmo intenso. Para catalogar entre las historias boomerang espectaculares. No obstante como dije al principio también vuelven otras historias tremendamente insulsas, pero de esas hablaré otro día porque me bajan la libido y me gustaría rematar este buen recuerdo con un autohomenaje a mis ganas de disfrutar de la sexualidad en la vida.

* Ilustración de Francisco Asencio 

 

 

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