¿Y el gato cómo hace? «Miau», me responderéis, a lo que yo añadiré que en veneciano es «gnau». En efecto, este breve artículo va a ir de mininos, mas no del tipo que os pensáis, o no del todo…
En el siglo XVI las prostitutas venecianas sufrieron una crisis laboral, y acusaban a la competencia por parte de «determinados» varones, los cuales ofrecían servicios a otros hombres; vamos, que su negocio estaba la mar de resentido a causa del «mal» proceder de estos. La cosa fue tan sería que, en 1511, las susodichas hicieron una súplica al obispo, Antonio Contarini, implorándole que se ocupara con premura del asunto. Al final, el gobierno de la Serenísima República de Venecia permitió que las meretrices se asomaran a los balcones de los prostíbulos semidesnudas de cintura para arriba, mostrando los senos; véase las referencias arquitectónicas a los pechos como el Ponte delle Tette (Puente de las tetas, nada irónico, ¿eh?) y en el que se cuenta que las mismas se exhibían para que no cupiera «duda» de su naturaleza y de lo que, por tanto, el cliente iba a obtener. Dicha medida fue tomada con el propósito de dificultar los encuentros homosexuales a favor de las prostitutas.
Pero ¿cómo iban a rivalizar ellas con ellos o, incluso, qué tiene esto qué ver con los gatos? Bien, para empezar, la homosexualidad por entonces era perseguida. Las personas declaradas homosexuales eran condenadas a muerte en la horca y quemadas en la Plaza de San Marcos. Sin embargo, y como se suele decir, hecha la ley, hecha la trampa, ya que aquellos «determinados» varones hallaron un interesante resquicio, una laguna, a la cual tildaremos de «travesti». Según la legislación veneciana, a un individuo enmascarado no se le puede arrestar, debido a que la propia máscara lo convierte en el personaje, conferido a grandes rasgos, en papel maché. De este modo, arribó el tiempo de ocultarse. La máscara que nos concierne, llamada Gnaga, solía ser de tono claro (aunque existen coloridas en buen estado de conservación) y cubría tan solo la parte superior del rostro y su forma semejaba el hocico de un gato o de un cerdo. Por descontado, el atuendo iba implícito y era el de una mujer. Los citados acostumbraban a pasearse por las calles comportándose como féminas, en ocasiones haciéndose pasar por niñeras acompañadas por otros dos compinches disfrazados de tati y tate (el niño y la niña) con la intención de pitorrease de la gente o, por norma general, prostituirse y, eso sí, empleando un lenguaje soez y obsceno, propalado con una voz chillona afín al maullido de un gato, de ahí, el mentado «gnau». A la par, se relata que uno podía toparse con una gnagna que portara un cesto lleno de gatitos colgándole de un brazo, contoneándose descaradamente.
Así pues, estos inusitados mininos pugnaron con las rameras, creando una historia más tras el rico y colorido abanico de las tradicionales máscaras venecianas, y seguro que más de uno llegó a ronronear…
Texto corregido por Silvia Barbeito y con ©.