Tengo gafas. ¿No lo había comentado? Quizás porque lo normal es que lleve mis lentillas puestas. Ya de por sí las gafas me resultan incómodas porque nunca he sido muy consciente de los límites de mi cuerpo, lo que algunos llaman la “propiacepción”, y es por eso que me doy golpes constantemente, por ejemplo contra los escaparates al acercarme, cada vez que llevo las gafas puestas. El problema que tengo desde siempre es que sin ellas no veo absolutamente nada de cerca y menos de lejos, y las lentillas con la nueva graduación no me han llegado aún este mes, así que necesito llevarlas puestas todo el día, sí o sí. Y cuando digo todo el día, quiero decir todo el día, siempre, para todos los momentos. Y claro, puede ser que de repente surja un momentazo erótico con tu chico que haya que aprovechar, y evidentemente llevar gafas no debería frenar a nadie de un buen polvazo. Pero, ¿qué pasa si tu pareja necesita gafas igual que tú?
En un primer momento os las quitáis para que en esos besos apasionados las gafas no choquen constantemente las unas contra las otras, como si fueran grandes astas en una berrea de ciervos. Al fin y al cabo como esos besos suelen darse con los ojos cerrados, no son necesarias en absoluto. Lo malo viene después cuando en el trascurso de la relación apasionada una sube y baja por el cuerpo del contrario con las gafas puestas. Vas rozando los cristales contra su apetitosa piel y en algunos tramos quizás a la vez manchándolos de sudor o saliva. Si por el contrario es él quien decide reconfortarte con grandes paseos de su lengua por toda tu entrepierna, es muy posible que sus gafas acaben llenas del vaho de su respiración y termine por no ver nada cuando decida levantar la cabeza para recrearse en tu cara de placer. Momento perdido. Para mí lo malo sucede cuando necesitas apartarte de tu pareja para coger juguetes eróticos que tienes guardados y no ves nada. O peor aún, cuando juegas a mirarte en un espejo mientras él mueve sus caderas detrás de ti, o tú le montas como una posesa endemoniada sentada a caballo de su enhiesta excitación: necesitas las gafas indefectiblemente para no perderte nada de tan interesante escena. De modo que al final estás más pendiente a andar poniéndotelas y quitándotelas que a lo que tienes que estar. Porque quien habitualmente utiliza sólo gafas no tendrá seguro ningún problema. Pero si eres como yo, un poquito coqueta y siempre llevas lentillas, cuando tienes que ponerte las gafas sufres sin sentido por tu cambio de aspecto. Y con toda seguridad, a él no le importará lo más mínimo ese detalle en tu rostro pero los complejos a veces son capaces de arruinarnos los mejores momentos del día. Por eso, para la próxima vez que me pase esto, he decidido que voy a optar por la “cita a ciegas”. Dejaré las gafas en la mesita y me dedicaré a sentir y disfrutar con los ojos cerrados pero también con los ojos abiertos, aunque no pueda definir claramente las líneas de mi acompañante. Al fin y al cabo el tacto, el gusto y el olfato son sentidos tan importantes o más que la vista a la hora de hacer el amor. ¡Y a grandes males, grandes remedios!
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