Abril había dado paso al buen tiempo y, con el cambio de hora, las tardes luminosas se prestaban mejor a pasarlas al aire libre. Bueno, la verdad es que esa era una razón pero en otro lado, estaba esa actual realidad que tan poquito nos gustaba pero que todos teníamos que vivir, la que también nos obligaba a pasar mucho de nuestro tiempo de ocio en espacios abiertos. Por eso Pablo había sugerido salir a hacer algo parecido a un picnic al parque cercano a su casa donde la gente se reunía en época estival.
Con una botella de vino, dos copas, algo para picar y nuestras mascarillas bien puestas, salimos a buscar nuestro rinconcito bucólico de primavera. Encontramos un claro muy apacible, y lo suficientemente alejado de los distintos grupos familiares y de amigos, y allí extendimos nuestra manta para tumbarnos a dar buena cuenta de las viandas. Hacía muchos meses que no disfrutábamos de una salida relajada de pareja debido a los problemas sanitarios de nuestro entorno más cercano así que, en seguida, las risas y las copas se empezaron a suceder a buen ritmo.
Hasta que, de repente, una pequeña gota de agua golpeó mi frente con la suficiente contundencia como para sacarme bruscamente de la animada explicación que le andaba dando a mi novio sobre el nuevo local de intercambio de pareja que habían abierto en el centro. A esas primeras gotas refrescantes, les siguieron unas cuantas más, muy escalonadas al principio, pero abundantes y frecuentes a los cinco minutos. Cuando fuimos capaces de reaccionar para recogerlo todo ya estábamos bastante mojados los dos y todos nuestros enseres. Quizás por el efecto de lo bebido o, como mecanismo de defensa ante lo desafortunado de la situación, rompimos a carcajadas.
¿Qué íbamos a hacer? La lluvia era agradable, casi cálida, y la temperatura no había cambiado desde que habíamos salido. El agua había empapado nuestra ropa que se pegaba a la piel marcando con absoluta precisión toda nuestra anatomía. La camisa blanca de Pablo se abrazaba a la musculatura de sus brazos con ansias y en el pecho, bajo sus pezones, aparecieron bien delineadas todas las tardes que pasaba haciendo abdominales. Mis pezones también reaccionaron inmediatamente irguiéndose tanto ante aquella imagen como al roce de la tela mojada por la lluvia, y dicha excitación fue una llamada a gritos para que mi pareja pasara a la acción. Dedicándome una sonrisa pícara, Pablo buscó la aprobación en mi mirada para, agarrándome de la mano, tumbarme detrás de un seto cercano donde refugiarnos de miradas ajenas, aunque no de las abundantes precipitaciones.
Nos atacamos besándonos con ganas y entre risas mientras la humedad en mi interior se hacía más intensa que la del suelo. En un segundo se había desabrochado el pantalón y levantándome la falda con presteza estuvimos follando allí mismo sobre la hierba durante un par de minutos. Un polvazo rápido que a nosotros nos supo a gloria divina salada y que culminó con mis gritos de placer acompañando al ocaso pluvial. Por fortuna el resto de ocupantes del parque había salido en estampida.
Al terminar, nos compusimos diligentemente y volvimos a recoger nuestro picnic. Empapados, aunque ya amparados bajo un gran arcoiris que cruzaba el cielo, recorrimos el camino de vuelta al coche de la mano y satisfechos con la estupenda tarde de primavera que habíamos pasado.
1 comments
Y tanto que altera!!!
Me lo he pasado muy bien leyendo el relato.
Es divertido y caliente…
¿Serán las ganas de que llegara la primavera?
¿O lo malo de esta pandemia que no nos deja relacionarnos como desearíamos?
Yo creo que lo primero.
Saludos y gracias por compartir.
Buen día!!!