Toca el piano. Se sienta en una banqueta pequeña y empieza a deslizar sus dedos por las teclas negras y blancas. Todos los dedos. Sin dificultad. Con la sencillez de quien ha nacido para correr con ellos por ese instrumento y solo por ellos. Pero no es cierto. También sabe hacerlos correr por mi cuerpo con igual destreza y delicadeza. Con la misma facilidad y soltura. Y sobre todo con el mismo efecto. Haciendo brotar de mi interior notas de placer, gemidos que se van encadenando y se transforman, a medida que va tocándome, en una melodía simple y sugerente. Toca el piano. Le contemplo con la misma dosis de admiración que de curiosidad. Me cautivan las personas que una vez aprendieron a tocar algo y que a su vez se dejaron cautivar por la música que un instrumento era capaz de producir y por lo que en ellos producía. Y no puedo evitar excitarme. No puedo evitar seguir excitada. Si ya me parecía atractivo mientras alrededor de dos cafés me iba explicando cuánto había tardado en tener buen nivel y cuántas noches sin dormir se había pasado ensayando insistentemente la “Para Elisa” de Beethoven, ahora que lo estaba viendo en acción por segunda vez, o tercera, si lo que había conseguido manejando mi cuerpo contaba, aún me parecía más apasionante.
Me había invitado a su casa para poder tocar el piano que allí tenía y demostrarme sus habilidades. Y yo, que pensaba que solo era una artimaña mucho más sofisticada que las habituales de los otros tíos, descubrí con emoción su sinceridad, y que hasta que no hubo completado tres o cuatro temas nada más llegar, no soltó sus manos del teclado y las puso en mi cintura. Unas manos grandes y de largos dedos que con suaves movimientos, como los que hubiera hecho ejecutando un triste adagio, desabrochaba mi vestido. Y mientras, a la vez, su música seguía sonando entre beso y beso con un tarareo tímido y compulsivo. Me dejé hacer. Me sentí instrumento musical al que fueran a afinar, y me abandoné a sus caricias. Cuando su cuerpo al completo se apoderó del mío, sentí, la cadencia, los tempos y las ondas de las notas en su vaivén. Primero lento, para pasar al poco al arrebato de la excitación de las corcheas y las octavas. Un grandioso e inesperado concierto que no pudo menos que acabar con el sonoro estruendo de la audiencia. Para cuando los altísimos decibelios de mi éxtasis aún tronaban en el dormitorio, él ya volvía a estar sentado frente al piano, rematando la exhibición con dulces compases.
Toca el piano y sigo embelesada. Desnudo y sonriente, sentado frente a él, lo acaricia y mima como unos minutos antes hacía conmigo. Desnuda y sonriente, apoyada en el marco de la puerta del salón, espero con envidia mi nuevo turno.
No dejéis pasar de largo una buena canción, ya sea interpretada en vivo o no, mientras el amor os envuelve. Que la música os acompañe siempre complementando vuestros momentos románticos. La música, y no solo el amor, nos eleva a nuestra verdadera esencia.
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