Soy de la opinión que un buen amante es un buen amante independientemente de su edad. Cuentan la experiencia, las ganas, la salud y siempre, siempre la imaginación. Pero la edad no es algo que yo valore a la hora de decidirme por un hombre. Por eso no tuve ningún tipo de reparo el día que el padre de mi amiga Ana, la del estupendo chalé, empezó a tirarme los tejos.
Desde siempre, cada vez que coincidíamos en los desfiles de mi amiga, Pablo me había tratado con cordialidad y con una educación exquisita digna de un caballero de clase alta, que es lo que era. Yo por supuesto lo achacaba a la amistad que me unía con Ana. El resto de ocasiones posteriores en las que habíamos podido coincidir habían sido las pocas fiestas de cumpleaños familiares que ella celebraba, pero con tantos amigos y primos pululando por la finca, tampoco nos habíamos tratado demasiado. Aunque sí que es cierto que siempre hacía por agasajarme más que a ninguna otra amiga, y los cumplidos que me dedicaba se dirigían a mí casi con devoción. Divorciado de su mujer desde que Ana era una adolescente, sólo le habíamos conocido una pareja de la que se había separado también no hacía mucho. En mis años de juventud nunca me había fijado en él como un hombre, sino exclusivamente como un padre. Por eso, cuando pasados estos últimos quince años sin haberle visto nos volvimos a encontrar, y me descubrí mirándole la sonrisa desde otra perspectiva, entendí que los padres también son hombres y algunos muy muy atractivos y deseables.
Nos cruzamos a media mañana a la salida del banco y quiso invitarme a un café en el bar de enfrente al que yo correspondí con un segundo en la cafetería de moda en un hotel de reciente construcción. La conversación, interesante y divertida, tal y como recordaba que solía serlo con él, pero ahora entrando en otro tipo de temas que nunca habíamos tratado. Y entre risas y confidencias, nos empezamos a acercar al hablar; y del café pasamos a la cerveza, y una cosa llevó a la otra; y Pablo terminó llevándome a una de las habitaciones que se encontraban en el piso de encima de la cafetería. Ya íbamos excitados sólo de pensar en aquella circunstancia que nos hacía descubrirnos de otro modo después de tantos años, muy calientes teniendo clarísima la resolución de aquel momento mientras subíamos en el ascensor, y encima poniéndonos a tono con besos apasionados y sorprendentes para mí, viniendo de su boca. Por eso, en cuanto atravesamos la puerta, ni siquiera me dio ocasión a quitarme la ropa. Me tiró en la cama con zapatos y todo, y metiendo sus manos por mi jersey levantó el sujetador y empezó a morderme con ansias y lascivia. Con la rapidez y la destreza de un prestidigitador, movía las manos de su cuerpo al mío. Y enseguida, en algún momento que no acierto recordar, ya me estaba penetrando, totalmente desnudo, con energía y entusiasmo, mientras yo seguía conservando toda mi ropa aunque descolocada.
Después de una sesión intensa, sin parar para nada, y derrochando una serie de fantásticas habilidades en cuanto a posturas y técnicas, me dio un par de cachetes en el culo y con una sonrisa pícara me dijo: “¡Venga Amy, descansemos juntos un rato! ¡Ahora ya te puedes desnudar!”
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