Había estado en Escocia con anterioridad, cuando quise visitar los lugares más emblemáticos de las islas británicas, pero nunca había tenido ocasión de visitar las Highlands con tiempo y tranquilidad. Esta vez iba con un amigo íntimo, su primo y la pareja de este que siempre viajaba con su gran danés. El plan era pasar al menos dos noches en algún sitio típico y lleno de tópicos y habíamos escogido el castillo de Cantervillage, el cual tenía fama de estar encantado.
Llegamos allí al atardecer después de haber recorrido grandes y verdes extensiones de prados rodeados de una espesa bruma en un 4×4 alquilado. El recepcionista de lo que ahora era un coqueto hotelito, pareció salir de su letargo cual momia que vuelve a la vida cuando entramos en el vestíbulo armando jaleo. Al fondo de esa entrada se distinguían dos enormes y señoriales escaleras presididas cada una por un gran cuadro de Lord Mc. Gregor Cantervillage pero en distintas y distinguidas poses de gran señor. Nos acomodamos en nuestras habitaciones y recorrimos los pasillos cotilleando todas las estancias, sin embargo nada me distraía de la hipnótica mirada que desde la pintura el antiguo dueño de estas posesiones me había dirigido. Unos ojos grises como la niebla y unos cabellos rubios y rizados que le daban un aspecto de caballero medieval se habían clavado en mi cerebro y estaban empezando a hacer que me inventase unas magníficas y tórridas escenas sexuales de película de época en mi cabeza. Ante tanta excitación repentina busqué correspondencia en mi amigo, pero tan cansado del viaje se encontraba que tras un amago de abordarme se giró en la cama y se durmió. Me acosté de mala gana y me tapé hasta el cuello maldiciendo que las nuevas generaciones hubieran querido conservar tanto realismo en el ambiente incluyendo el frío. Cuando estaba cogiendo el sueño un golpe seco me sobresaltó y una brisa gélida que me cortaba la cara, me hicieron darme cuenta de que las grandes contraventanas del cuarto se habían abierto. Dispuesta a cerrarlas de inmediato mientras mi compañero roncaba, me levanté y al asomarme atisbé en el paisaje un tenue resplandor que me intrigó por un momento. Me fijé con atención y pude distinguir la silueta de un hombre que se desplazaba como flotando y se dirigía hacia la entrada principal. Por supuesto no pude evitar bajar apresuradamente y aunque un poco inquieta al no encontrarme a nadie en el vestíbulo, salí con diligencia al prado encontrándome allí de bruces con el mismísimo Lord Mc. Gregor. Sin ser capaz de emitir ningún sonido ni tan siquiera de asombro nos abrazamos y se entregó a mi con una pasión que pareciera llevar siglos guardando. Su piel era extrañamente cálida y sus besos tan húmedos como mi sexo cuando me penetró en aquella tierra empapado por la bruma. Los gritos de mis orgasmos se oyeron como los aullidos de un lobo resonando por las lejanas montañas que nos rodeaban. Sus embestidas amables, pasionales y repetidas, me hicieron disfrutar como hacía mucho no recordaba.
Y fue en medio de ese éxtasis de caricias y besos, cuando desperté y me encontré de nuevo metida en la cama con mi amigo mirándome con cara de sorpresa.
– “¿Por qué gritas Amy? ¿Estás soñando? Aunque esos gritos no me han parecido de una pesadilla.”
Y quizás, al igual que mis amigos, yo también habría achacado tan fabuloso momento a la sugestión del lugar, si no hubiera sido porque cuando me levanté a la mañana siguiente mis pies estaban llenos de barro y briznas de hierba.