Amy se disponía, como muchos de los miércoles en los que libraba por la tarde, a hacer la compra del mes.
Aunque era algo que odiaba profundamente y le aburría aún más, no tenía más remedio que hacer, y por internet le daba todavía más pereza hacerla. Hizo la curva del aparcamiento subterráneo del supermercado, bajó la ventanilla con desidia para retirar su ticket y al levantar la mirada se quedó fascinada por los ojos negros del chico que, en el lado contrario, conducía la furgoneta de reparto que esperaba para salir al mismo tiempo que ella entraba. Se miraron con intensidad, se sonrieron y cada uno continuó su camino.
Más animada tras ese encuentro fugaz, aparcó y subió a cumplir con su obligación. Después de un rato de andar distraída por los pasillos, mirando precios, rebuscando ofertas y decidiendo entre mil productos que le apetecían y los que de verdad tenía que comprar, vio que el muchacho guapo de la furgoneta de reparto entraba caminando en el súper y se acercaba a la línea de cajas para recoger un nuevo pedido que llevar a algún domicilio afortunado. Haciéndose la distraída, aprovechó para acercarse a la zona con su carro y de nuevo sus miradas se cruzaron. Esta vez la sonrisa de ambos fue mucho más amplia al reencontrarse. Él le guiñó un ojo, y le hizo un gesto con la mano derecha que, de primeras, Amy no supo cómo interpretar. De hecho, volvió la cabeza hacia atrás pensando que igual aquella señal había sido para otra persona. El chico, consciente de que ella no se había enterado de sus intenciones, pero que seguía mirándole fijamente, le habló directamente con cordialidad, como si se conocieran de toda la vida:
−¿Vas a querer que hoy también te lleve la compra a casa?
−¡Claro que sí, por supuesto! −Contestó Amy sin pensarlo−. Si te da tiempo a llevarla antes de las siete, me vendría fenomenal.
−¡Cuenta con ello! −Y le contestó con un nuevo guiño.
En ninguna otra ocasión después de aquella Amy volvió a hacer la compra tan rápido. Se apresuró a ir cogiendo todo lo que recordaba que le era imprescindible, y mientras esperaba la cola para pagar y dejar sus datos para que se la llevasen a casa, comenzó a fantasear con todo lo que pasaría cuando aquel desconocido tan macizo llamase a su puerta. Simplemente por lo que estaba sintiendo su cuerpo solo de imaginárselo, ya le estaba mereciendo la pena aquella aventura. Le latía el corazón al doble de lo normal, le sudaban las manos, los pezones se le habían puesto durísimos y un intenso calor unido al exceso de flujo por la excitación rebosaban entre sus piernas.
Corrió a casa. Eran casi las seis. Se desnudó, se dio una ducha rápida y mientras se envolvía en la toalla escuchó el timbre de la puerta.
−¿Quién es?
−¡Hola! ¿Eres Amy? Soy el repartidor. Te traigo tu compra especial.
Y por la mirilla vio como de nuevo le guiñaba un ojo.