El miércoles pasado Pablo y yo estuvimos en el cine, como tantas otras veces, viendo uno de los últimos estrenos. Aunque esta vez nos equivocamos al escoger y la película se nos empezó a hacer soporífera en el minuto quince. Si hubiera sido de otro modo, nada me hubiera distraído a mí de la pantalla, ya que en una sala soy de lo más intransigente con las personas que hacen ruido o se levantan en mitad de una proyección. Pero en esta ocasión, todo estaba justificado. Así que entendiendo que mi novio era de la misma opinión, y ya que teníamos el gasto hecho, decidí recurrir a una variación de la película y montar la nuestra propia. Me levanté despacio y tiré con sigilo de Pablo, por si alguien entendía que aquella sesión merecía seguir viéndose sin interrupciones, y me lo llevé a la última fila del cine.
Seguramente hacía más de quince años que no me acomodaba en esas butacas.
De quinceañera, algún noviete me había llevado al cine exclusivamente para meterme mano y yo, por supuesto, me había dejado meter y sacar. Pero desde que el séptimo arte me había enganchado ya nunca me sentaba más que a mitad de la sala prestando toda mi atención a lo que me quisieran contar los directores. Por eso mismo me pareció divertido volver a la adolescencia y de paso disfrutar incluyendo un poco de riesgo en nuestra relación carnal. Mi hombre se sumó enseguida el juego y se apresuró a seguirme hasta el fondo de la sala.
El aforo estaba al cincuenta por ciento, por aquello de que era un día de precios baratos pero entre semana, y con la inclinación de la sala controlábamos perfectamente a todos y tampoco teníamos a nadie justo delante. Empecé a besar a Pablo con ansias mientras le desabrochaba los vaqueros y enseguida noté que no había necesitado de mis manos para excitarse por completo. Aquello me puso a cien y, mientras controlaba la risa, me fui acomodando en la butaca para que Pablo también pudiera intervenir con soltura en mi cuerpo. ¡Qué agradecida estoy a las multinacionales cinematográficas de la comodidad que han traído a nuestros cines! Desde luego hemos ganado mucho con estos anchos y maravillosos butacones que ahora disfrutamos. Sobre todo, alabo al que entendió que las parejas que van al cine juntas no quieren tener entre ellos un brazo de rígida madera envuelta en terciopelo que los separe. ¡Cuánto hemos evolucionado!
Enrollarse ahora en un cine nada tiene que ver con lo que yo viví de jovencita.
Pablo disfrutaba chupándome unos pezones erectos e iluminados por momentos con la luz de la pantalla, a la vez que movía los ojos, rápidos y vigilantes, de la sala a mi cara, y de mi cara a la sala, inquieto por si alguien se giraba. Menos mal que siendo una película de mucha acción, la nuestra no llamaba la atención en absoluto. Y con la misma soltura que desprendía él, yo me dediqué a manosearle la entrepierna hasta que sus ganas explotaron en el pañuelo de papel que ya tenía preparado. Porque una cosa es tener sexo en cualquier sitio, y otra muy diferente ser una persona poco civilizada y dejarlo todo sucio. Pablo contraatacó casi al instante dentro de mis pantalones y consiguió que mi gran orgasmo quedase silenciado por su boca, ya que mi primer gemido había tenido un volumen excesivo incluso para los bombardeos que se estaban sucediendo en pantalla.
Nos dio tiempo de sobra a recolocar nuestra vestimenta antes de que acabase la película. Fue lo único bueno de aquel film: su gran duración, que nos permitió estar abrazados y descansando después de una intensa aventura. Y es que al final siempre tengo que decir que el cine es una experiencia maravillosa, incluso, sea como sea la película.