Está siendo un año raro, un año complicado para muchas cosas. Primero fue la incredulidad, luego el miedo, después el confinamiento, para continuar con esta incertidumbre, las distancias, la inseguridad y la tristeza. ¡Y todavía ni siquiera ha llegado el otoño!
Cuando en junio llegó mi cumpleaños Pablo y yo no pudimos salir a celebrarlo a lo grande y aunque a distancia nos habíamos dicho, e incluso hecho, cosas muy lúbricas y pornográficas, nos quedaba disfrutarlo como merecía. Pero a veces la vida se lía y cuando llega el momento al final, por un motivo u otro, no encuentras la ocasión. Y lo peor es que pienses que a tu pareja se le olvidado cuando van pasando los días y no te pone por delante ni unas velas que soplar.
Sin embargo, una noche de agosto, en mitad de una semana de sencillas vacaciones y de vuelta de un concierto acústico a medio aforo, sucedió. Yo esperaba a oscuras en la cama a que Pablo terminase en el baño para acostarnos acurrucados, cuando me sorprendió un resplandor titilante por el pasillo que venía acompañado de la peor entonación del Happy birthday! que había oído jamás. Aquello se transformó de repente en mi hombre que, desnudo completamente, portaba una bandeja con un pastelito y unas velas encendidas. Pablo se sentó a mi lado en la cama con mucha ceremonia para que formulara mi deseo de rigor y soplase la llama. La sorpresa de celebrar aquella noche mi cumpleaños fue tan estimulante que me pareció tan buena como cualquier otra que hubiera escogido. A continuación me entregó un paquete envuelto en papel de regalo que contenía un maravilloso vestido de verano de color rojo con una larga botonadura que comenzaba en el cuello y terminaba en los tobillos. Me sugirió con un susurro que me lo pusiera para ver qué tal me quedaba, insistiendo mucho en que solo me pusiera esa prenda, dejando a un lado lo poco que llevaba para dormir. Acaté su petición y me planté delante del gran espejo vertical del dormitorio deleitándome con el tacto del tejido, mientras me balanceaba tocándolo con sensualidad y disfrutándolo sobre la piel desnuda. Pablo volvió a encender las velas para que pudiéramos intuir nuestros reflejos y se me acercó por detrás dejándome sentir su fuerte erección. Fue acariciando mi cuerpo por encima de la tela, de arriba a abajo, mientras me susurraba dulcemente al oído todo lo que había disfrutado conmigo en los meses que llevábamos juntos. Aquel vestido era como una segunda piel que ya había tomado el calor de mi cuerpo y resbalaba suavemente al paso de sus dedos. Mis pezones se endurecieron rápidamente como respuesta a sus caricias, y en la penumbra de la habitación pude ver reflejada su sonrisa pícara y su intención por darme más placer. Con la ligera tela del vestido rojo comenzó a frotar mi clítoris con suaves movimientos circulares y allí se recreó mirándome y masturbándome hasta que me vio cerrar los ojos y dejar caer mi cabeza hacia atrás sobre su hombro. Pablo no apartó la vista de lo que se reflejaba de mí: el deseo, el placer, y esperó triunfal, sin dejar que me girase, a ver y a escuchar salir por mi boca un gran orgasmo. Solo entonces pasó a desabrocharme los botones uno a uno, muy despacio, sin dejar de apretar su cuerpo contra el mío, insistiendo en hacer notar su excitación sobre mi culo. Y a continuación, sin quitarme el vestido, me tumbó en la cama para hacerme el amor apasionadamente.
Cuando acabamos, aún tumbados, cansados y sudorosos, nos miramos riendo, Pablo me volvió a felicitar el cumpleaños con retraso y me dijo muy serio:
– Tendrás que lavar y planchar este vestido si quieres estrenarlo mañana.