¡Ay el verano! ¡Cuántas alegrías nos da y cuántas actividades al aire libre podemos hacer! Una de la que me trae los recuerdos más tiernos es la del cine de verano.

En el pueblo de mis abuelos era toda una fiesta cada vez que se desplegaba la pantalla, cual vela de barco pirata, para ofrecernos los blockbusters más antiguos, ya que, los allí residentes no podíamos disfrutar de los nuevos salvo traslados a la capital, a más de sesenta kilómetros. En mi adolescencia, aquellas películas de sábado noche nos emocionaban más por lo que suponían de motivo de encuentro entre pandillas de residentes y forasteros. Como bien estaréis pensando, son incontables los encuentros sexuales de los que pude disfrutar mientras Maverick en “Top Gun” o Baby en “Dirty dancing” libraban sus propias batallas para llegar a comerse los morros con sus respectivas parejas.
El encanto innegable de los chicos que pasaban el verano en el pueblo radicaba, principalmente, en que no eran los de siempre, en que no eran los de allí. Así que una vez hechas las presentaciones justas para empezar a hablarnos, y con nuestros bocatas y cervezas para acompañar la película, lo mejor era sentarse al fondo del parque donde se hacía la proyección. Entre los árboles y los setos del final, junto al muro, había múltiples escondites para las parejas que teníamos menos interés en seguir el guion.
Juan, el moderno, era mi chico favorito por aquel tiempo. Un mote que le venía ni que pintado a alguien que se customizaba la ropa y llevaba mechas de colores en su media melena. Aunque el motivo de su mayor éxito, según se contaba entre las chicas del pueblo, era que besaba despacito y con mucha habilidad para calentarte a tope y hacerte pasar con buena disposición al siguiente nivel. Y efectivamente pude comprobarlo en repetidas ocasiones. También era poseedor de una destreza muy fina en las manos, cual prestidigitador, y llevaras lo que llevaras puesto, siempre encontraba el camino a tu entrepierna y a los corchetes de tu sujetador, sin que ningún otro espectador de alrededor pudiera darse cuenta, ni ver nada de más. Tras la primera proyección, que me sirvió de aprendizaje, las siguientes fueron mucho más satisfactorias, también para él. Supo enseñarme a canalizar bien mi retroactividad y a devolverle las caricias con el mismo disimulo que él se gastaba. Lo peor era silenciar el entusiasmo de los orgasmos, pero al sabernos las películas de memoria conseguíamos coordinarnos con los bombazos o los disparos de las metralletas de los filmes bélicos sobre todo.
¡Cuántas películas pude ver aquellas vacaciones de mi juventud! Algunas incluso más de dos y tres veces. Quizás por eso a día de hoy me sigue excitando sobremanera cuando, con el calor de julio y agosto, surgen las proyecciones bajo el cielo raso de las ciudades. Pablo y yo nos preparamos unas cestas de picnic, nos acomodamos en los últimos sitios de las praderas de césped y disfrutamos al máximo del cine de verano, del ambiente, y a veces, también, incluso de la película.