Subíamos al piso charlando tranquilamente.
Él me iba contando las maravillas del barrio en el que nos encontrábamos y cuánto había crecido desde la última reforma de la zona. Ya en la puerta yo me arrimaba con descaro a su cuerpo mientras él hacia girar la llave con parsimonia, disfrutando del roce de mi pecho en su espalda. Al entrar abría todas las cortinas y subía todas las persianas para que entrase bien la luz y me enseñaba estancia por estancia con detalle, recreándose en las diferentes expresiones de mi rostro y mirando atentamente mis labios.
Una vez en el dormitorio, tiraba de la colcha y dejando la cama lo más limpia posible de ropa me invitaba a sentarme y a probar el colchón. A partir de ahí todo se volvía lúbrico y apasionado. Me besaba con prisas, me desnudaba a tirones y me follaba con ímpetu y desesperación como si le fuesen los últimos minutos de vida en ello. Sus artes amatorias eran muy buenas y variadas. Aprendí con él cuánto se podía jugar alrededor de un mismo tema, así como a conocerme lo suficiente para saber si me gustaba más dejarme hacer o mandar. Porque otros días, sin embargo, empezaba besuqueándome el cuello lentamente, buscando mi excitación sin apenas tocarme. Y esperaba a que fuera yo la que le demandase más caricias y le desnudase a él. Todo dependía del tiempo que tuviéramos. O, mejor dicho, del tiempo que tuviera él para poder enseñarme el piso que se suponía que yo quería comprar.
Ese fue nuestro juego durante varios meses.
Yo era muy joven cuando tomé la decisión de independizarme y tardé en encontrar el piso que quería. Por eso al principio estuve visitando muchos, y fue con la agencia de Pedro con la que estuve más tiempo. Él ya me había llevado a tres pisos diferentes cuando entendió que entre nosotros dos había algo más que buen rollo. Y por supuesto yo, que le había echado el ojo desde el principio, dejé entrever enseguida que me interesaba más su persona que los apartamentos que me enseñaba. De ese modo, y a sabiendas del escaso interés que yo tenía en comprarle nada, comenzó a llevarme a los pisos más caros y bonitos en los que podíamos enrollarnos mirando a la sierra nevada o a divinos campos de golf. Otras veces los escogía con jacuzzi y retozábamos desnudos en el agua burbujeante hasta que llegaba la hora de marcharnos. Pero si nos cogía con prisas a los dos, visitábamos cualquier piso que tuviera disponible alrededor de la inmobiliaria y disfrutábamos de la misma manera echando un polvo rápido en el sofá, sobre la lavadora o en la mesa del salón. Imagino que él se buscaría la manera de limpiar y recoger siempre todo, cuando nos habíamos ido. Verdaderamente no me lo planteé hasta pasados muchos años. Ninguno dijo nunca nada de quedar fuera de aquella situación tan divertida. Allí es donde todo era más excitante y donde todo debía quedarse.
De hecho, yo me tuve que buscar otra inmobiliaria a través de la cual conseguí alquilar un pisito muy coqueto en otra zona, lejos de la del negocio de Pedro. Sin embargo, mantuve las visitas a sus inmuebles todavía varios meses después, hasta que fui perdiendo el interés por tanto sexo itinerante contrarreloj y me busqué una pareja estable más cerca, en mi nuevo barrio. Y lo cierto es que aquella divertida experiencia me sirvió además para conocer mucho mejor toda mi ciudad.