Uno de mis muchos amantes, de cuando mi vida sexual aleatoria era más ajetreada, me quiso impresionar agasajándome con un almuerzo tempranero, o lo que se conoce ahora como brunch. Tuvo mucho gusto, tengo que reconocer, llevándome a un lujoso hotel de la ciudad de esos con el suelo todo enmoquetado, y aromáticas flores naturales repartidas con estilo por los múltiples muebles de buenas materias primas. El súper desayuno incluía ambientación en vivo con un cantante vestido impecablemente de chaqué que, tras nuestro primer zumo détox, comenzó a desgranar su repertorio con un entusiasmo demasiado impetuoso para un domingo por la mañana. Mi pareja era un viejo amigo que solía llamarme cada vez que mi ciudad le cogía de paso en sus múltiples viajes de negocios. Entonces charlábamos, nos poníamos al día y, a continuación, follábamos con las ganas acumuladas entre un encuentro y otro.

Ese domingo, mientras nos íbamos contando cosas, el cantante amenizaba a los comensales con canciones populares americanas de swing paseando entre las mesas cual protagonista de un musical. Era un chico joven, guapo y tan elegante, que parecía por completo una estrella de cine. Muy atractivo y seductor, iba sonriendo a diestro y siniestro a todos los clientes ganándose el aplauso con el que le correspondíamos al final de cada tema. Transcurrida su primera media hora de actuación hizo un descanso y desapareció. Yo aproveché ese momento para también descansar, pero de comer. Los manjares dulces y salados se nos habían ido acumulando en la mesa en preciosas bandejas de varios pisos y grandes platos de vajilla pintada a mano y necesitaba pasear un poco para poder hacer hueco en mi estómago.
Me acerqué al cuarto de baño y al entrar me crucé con nuestro animado cantante. Muy cortésmente me saludó, me sonrió y yo alabé su estupenda selección de temas así como su maravillosa voz. Y en aquella escueta conversación en la puerta de los lavabos de repente saltó una chispa. Y en sus ojazos, que miraban fijamente a mi boca hablar, noté también el fuego. El calor me subió desde los dedos de los pies por las rodillas y se enroscó entre mis piernas. Al instante por mi cabeza pasaron un par de fogosas escenas que iba a ser imposibles que sucedieran pero que excitaron mi cuerpo tanto como mi imaginación. Él enseguida retomó el micrófono y la animación y yo volví a mi sitio a seguir comiendo y departiendo.
Una vez hubo terminado su siguiente tramo de actuación, y a punto ya nosotros de emprenderla con los postres y el cóctel, aquel chico dirigió su mirada hacia mí, me sonrió con picardía y me hizo un gesto con la cabeza como animándome a seguirle. Me disculpé con mi acompañante para volver al lavabo, quien aprovechó mi ausencia para realizar una llamada. Y de nuevo, en el pasillo de entrada a los baños, nos cruzamos el cantante y yo. Y esta vez no hizo falta cruzar ni una palabra. Como si fuesen aquellos los baños de una discoteca cualquiera, nos miramos interrogantes, nos sonreímos, y nos dimos permiso tácitamente para abalanzarnos el uno sobre el otro, comernos la boca y meternos rápidamente, y en silencio, en una de las cabinas de los baños de señoras. Con la misma destreza que había soltado las notas de sus canciones, fue soltando los botones de mi blusa para rebuscar mis pezones y chuparlos violentamente. Mientras, yo desabrochaba su pantalón después de haberle hecho tirar al suelo el maravilloso chaqué. La amplitud de aquel habitáculo, con una estupenda y limpia taza de váter, nos ayudó a acoplarnos perfectamente para follar con las mismas prisas que ganas. Y con menos conversación de la que habíamos tenido al principio, recompusimos nuestros aspectos al terminar y nos volvimos a ir, tremendamente satisfechos, cada uno por nuestro lado.
Mi brunch terminó con mi amante amigo y yo en una coqueta habitación del mismo hotel, tras aquella comilona, para rematar nuestro fugaz encuentro. Aunque he de decir que esta segunda sesión de sexo me la tomé con mucha más calma, y la música tuvo que ser enlatada.