Reconozco que he ido acumulando un buen surtido de juguetes eróticos en mis últimos años de vida sexual sana, pero en mi círculo de amigas, no todas tienen clara la necesidad de tener algo con lo que entretenerse en sus momentos más íntimos, solas o acompañadas. Un debate éste que tras una larga noche de cervezas y copas de cualquier sábado siempre termina saliendo entre nosotras. Las posturas de si son necesarios, un complemento más o que con la pareja hay que conformarse sin extra alguno, aún siguen sorprendiéndome porque alguna hay que todavía decide defender el criterio más antiguo.
Para la minoría que aún no se atreve a comentarlo con su pareja, siempre pensando que se puede ofender por el interés demostrado en otras herramientas que no sean las propias del susodicho, yo siempre utilizo el mismo argumento: “empieza por las bolas chinas”. Si tu pareja las descubre siempre puedes decir que son de exclusivo uso terapéutico para reforzar el suelo pélvico. Eso, que además es una verdad como un templo, animó mucho a mi amiga Laura que se lanzó enseguida a comprarse discretamente en una tienda web dos versiones de la modalidad vaginales. Más adelante, le había dicho yo, puedes dejártelas puestas cuando tengas claro que vuestro apasionado encuentro va a suceder. Cuando tu chico las detecte puedes hacerte la tonta y decirle que se te olvidó quitártelas, pero que puede ayudarte y hacerlo él si le apetece.
De ese modo premeditado incluso habrás llegado más que excitada al momento esperado.
Sin embargo mi amiga Laura, que es una chica lo suficientemente espabilada como para haber estudiado dos carreras y tener un buen trabajo a nivel de directiva, no ha dejado de tener un problema detrás de otro desde que adquirió las bolas. O igual los problemas le surgieron de tantas ansias en tener un suelo pélvico como para hacerse lanzadora de disco vía vaginal, y ahora se pasa el día con ellas puestas.
Para salir a la calle decidió que le iba mejor la versión ‘single’, que era más fácil de sujetar. Aún así, los primeros días, cuando nos veíamos los miércoles para comer yo notaba en su modo de andar cierta inestabilidad, que luego me confesaría era provocada por su miedo a no sostenerla con la fuerza necesaria y por lo cual caminaba con los muslos muy juntos y los pasitos muy cortos, cual geisha. En las reuniones de empresa siempre mantenía las piernas cruzadas, que ya sabemos todas que es algo nefasto para la celulitis, completamente convencida de que si respiraba muy fuerte o si tosía se le caerían al suelo para su escarnio público. Aunque no quise preguntarle como haría esa bola para atravesar bragas y medias.
Para estar por casa, por el contrario, se había venido arriba y en su inmensa seguridad había comprado la versión bolas dobles. Mucho más divertidas para mi gusto personal, pese a que Laura no encontraba, por supuesto, más que problemas con ellas. Era incapaz de caminar con normalidad del dormitorio al salón; por descontado, no podía agacharse a meter la ropa en la lavadora; y ni se planteaba bajar las escaleras de su primer piso para comprar el pan. Por lo visto, como sus bolas tenían un sistema de vibración interno bastante potente, según su versión, si esperaba visita no podía llevarlas porque sonaban tantísimo, o al menos eso creía ella, que su cuerpo amplificaba el choque de bolas y su vecina notaba perfectamente lo que ella se traía entre piernas.
Finalmente llegó el día en el que su novio la descubrió con ellas puestas y lo primero que pensó al ver asomar el cordoncito, fue que estaba con la regla y casi se queda sin polvo. Menos mal que Laura estuvo rápida y supo explicárselo con claridad y picardía. Desde aquel momento su confianza, al igual que el contenido de su cajón de juguetes, ha ido en aumento.
Y yo voy a quitarme las mías ya, que llevo un par de horas con ellas y tengo una cita de trabajo en veinte minutos a la que no puedo llegar tarde, y antes quiero hacer otro uso de las bolas, porque yo siempre aprovecho el entrenamiento pélvico terapéutico para rematar con un buen sprint de placer.
¡Todo sea por el deporte!