Hay aventuras juveniles que nunca se olvidan, a pesar del paso del tiempo. Amy LaBelle recuerda, con una sonrisa en los labios, alguna de ellas.

Cuando me siento a recordar alguna de las muchas aventuras que he vivido en la juventud siempre termino riéndome, porque aunque he tenido malas experiencias como casi todo el mundo, la mayoría fueron todas muy divertidas y yo lo pasé fenomenal. Y no sólo por el sexo, sino por todo lo que las rodeaba. De hecho os contaré una de hace mucho, mucho tiempo.

Andábamos rondándonos mutuamente el amigo de una compañera de piso y yo. Nuestros trabajos estaban muy cerca y nuestros horarios eran bastante compatibles con los de los mejores bares de música en directo que él se conocía. Así que nuestras quedadas para cenar y salir de conciertos eran muy frecuentes. Con la luz del día todo era muy amistoso entre nosotros, además de que solíamos quedar con otras parejas. Pero al caer la noche y con ella los prejuicios, la tensión sexual aún no resuelta entre nosotros brotaba al más mínimo roce. La noche de la que os hablo ya llevábamos varias copas de vino y un par de cervezas cuando nos quedamos solos para seguir de fiesta. Empezamos a reírnos y a hacernos arrumacos pegados a la barra de un café con jazz en vivo sonando de fondo. Salir en días de semana teniendo que madrugar al día siguiente siempre era arriesgar demasiado porque sabía que se nos haría muy tarde. Le di un largo beso en la mejilla con una excusa que no recuerdo y él se quejó diciéndome:

No deberías haber hecho eso. Porque tenemos un problema. Esta noche tú estás muy guapa. Así que voy a querer más y no pararé hasta conseguirlo, aunque tenga que salir a cantar con ese grupo que está tocando.

Y conociéndole, no me quedó más remedio que sacarlo entre risas del local en previsión de tener que soportar la vergüenza ajena de un espectáculo de esa magnitud.

Aventuras
Ilustración de Francisco José Asencio Ibáñez.

Le pedí que me acercara a casa en su coche. Y al llegar a mi portal, ya parados aunque sin haber siquiera apagado el motor, me lancé a besarle. Aquella explosión de ganas y deseo a las dos de la mañana, fue fabulosa. Sin dejar de comerme la boca, sus manos volaron bajo mi vestido y en menos de dos besos tenía una de ellas entre mis húmedas piernas. De repente se detuvo en seco, paró el coche y salió de él. Me ayudó a salir a mí también y apoyándome contra la puerta cerrada comenzó a repartir besos y lametones por todo mi cuerpo. Ya habíamos perdido la noción del espacio y del tiempo completamente enfrascados en lo nuestro, cuando un vecino, un chaval joven que nos farfulló algo entre risas, salió de mi portal. Aprovechamos para escabullirnos con rapidez a su interior dejando el coche plantado en mitad de la calle. Allí mismo nos fuimos desnudando mientras yo buscaba las llaves de mi piso en el bolso. Pero nada. ¡No estaban! Las había olvidado en algún sitio y mi compañera se había ido a pasar la noche con su novio. El calentón seguía entre nosotros y teníamos que resolver aquello lo antes posible. Así que allí mismo le bajé los pantalones y tras colocarle con la boca el condón que nunca, nunca falta entre mis cosas, follamos allí mismo en un forzadísimo y sepulcral silencio. Y su erección se mantuvo estupenda para disfrutar un buen rato, incluso cuando el claxon de un coche comenzó a sonar insistentemente. Aquel conductor no entendería que hacía otro vehículo parado en mitad de la calle sin ninguna explicación. Explicación que por otra parte nadie tuvo que darle porque seguro que él solito fue capaz de deducir el motivo nada más ver salir de mi casa a un chico que se subía la cremallera y se apretaba el cinturón. ¡Cosas que pasan!

 

 

 

 

 

 

 

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