Lo mejor de viajar no solamente se reduce a conocer otras culturas, otras ciudades o espectaculares monumentos. Para mí es muy interesante el viaje en sí mismo. Conocer gente en los distintos trayectos, diferentes si vas en bus, en avión o en tren, estar atento al funcionamiento de todo o al comportamiento del personal de los servicios.
Me gusta escuchar a las personas, entablar conversaciones con otros viajeros y saber qué les lleva a moverse a uno u otro lado del mundo. Me apetece relacionarme incluso cuando doy con alguien de quien no me gusta algo, como, por ejemplo, la gente que habla a gritos por sus móviles en el vagón de un tren. Cualquier nimiedad llama mi atención y tengo el convencimiento de que de eso también se aprende viajando. Es por todo esto, que en un transporte de largo recorrido en cuanto se me sienta al lado una persona que de primeras no me gusta, no reacciono mal. Espero un poco, le observo, le escucho, y empiezo una conversación. Sin embargo, y a pesar de mi propio convencimiento, hay muchas ocasiones en las que no soporto a mi interlocutor y el viaje se convierte en una penitencia que padezco lo más educadamente posible. Pero si creéis que eso puede ser una mala experiencia, aún tengo otra mucha peor: cuando esa persona que te ha caído fatal y te aturde con su absurda conversación se convierte en objeto de tu deseo más íntimo. Y esto me ha sucedido sólo en dos ocasiones, pero puede pasar.
El chico era muy alto, muy atractivo, aunque no especialmente guapo, y arrastraba ese halo de estrella de cine con sobrada autoestima. Quiero insistir en que no me cayó nada bien, sin embargo, emanaba de él un aroma profundo a sexo salvaje irresistible. Empezó por quejarse de los trabajadores que le habían atendido en la estación y del inmenso calor que hacía fuera y dentro del vagón. Por supuesto a voces y de malos modos.
Ya en su asiento, justo al lado del mío, y después de mirarme por encima de sus gafas de sol para lanzarme una sonrisa, que él creyó cómplice, se dedicó a criticar lo mal organizada que estaba la venta por internet de los billetes de tren y los precios tan desorbitados. Asintiendo levemente con un gesto insulso no pude evitar fijarme en el brillante de su oreja y fantaseé al instante con lamerle el cuello hasta llegar a él. No paraba de moverse en la butaca soltando gruñiditos porque las piernas no le cabían bien en el espacio que tenía. Y yo, para mi vergüenza, me descubrí mirándole fijamente la abultada bragueta de sus vaqueros. Supongo que él era consciente del efecto que causaba en las mujeres, porque en cuanto vio que yo me levantaba para ir a la cafetería aprovechó para levantarse también y seguirme con su cansina conversación sobre la obligación de viajar a la que se veía abocado por su trabajo de modelo para no sé qué diseñador famoso. Coqueteaba conmigo intentando que no se notasen ni su soberbia ni su chulería. ¡Imposible! Pero tenía unos labios carnosos y unos brazos musculados que me habían ganado hacía mucho rato ya. Viendo que me iba a costar despegarme de él en las siguientes cinco horas y teniendo claro que lo que no me gustaba era lo que soltaba por esa bocaza, decidí probar suerte a lo bestia, y en mitad de la plataforma entre vagones le increpé mirándole a los ojos:
– Si dejas de hablar me meto contigo en el baño a follar.
Y sin pensárselo tiró de mí hacia el baño, cerró la puerta y empezó a besarme y a mordisquearme el escote. Con una soltura increíblemente habilidosa para aquel espacio tan pequeño se bajó los pantalones, se sentó en el váter, se puso un condón y me encajó encima de su erección en cuestión de un par de minutos. Y, efectivamente, mi sexto sentido me volvió a dar la razón. Fue un polvazo rápido, increíble, que consiguió dejarme a mí bien satisfecha y a él, por suerte, exhausto y sin palabras para casi el resto del trayecto, que pasó dormitando tras sus gafas de marca.