Un encuentro casual permite a Amy LaBelle resolver una asignatura que aún tenía pendiente.

Hace mucho ya que no me había surgido una sorpresa agradable en lo que a polvazos se refiere, y al concepto de lo repentino en sí. Últimamente todas mis relaciones han tenido lugar porque han sido totalmente buscadas y/o dentro de un proceso más o menos rápido y superficial de cortejo. Por eso me alegró tanto después de una larga y aburrida mañana de compras en un centro comercial, muy famoso, que, justo cuando ya me disponía a marcharme, me cruzase con aquel amigo especial de la juventud.

asignaturas pendientes
Ilustración de Francisco José Asencio Ibáñez

Fernando había sido durante mis diecisiete, ese eterno rollito que nunca llega a nada. Ese amigo con el que hay tanta tensión sexual que todos los de la pandilla alrededor lo sufren y por ello se empeñan en decirte que aquello hay que rematarlo porque estamos los dos locos el uno por el otro. Y sí, él estaba loco por mí, y yo por él. Pero como él era tan voluble, tan mujeriego, tan irresponsable, y yo tan inmadura, tan indecisa, tan orgullosa, tan temerosa de enamorarme, nunca hubo más que unos cuantos morreos, y aquellas conversaciones eternas en las que nos enganchábamos, ante el miedo de afrontar una relación que fuera a ponerse seria pero con las que conseguíamos mantenernos juntos. En fin, una “no relación”  de juventud que nos rondó por tres años sin llegar a ningún sitio y que acabó porque cada uno tomamos un rumbo diferente en nuestras vidas.

Yo bajaba por las escaleras mecánicas pensando en mis cosas, cuando se cruzaron nuestras miradas. Él subía  por la escalera de al lado que se movía hacia el piso de arriba y se quedó tan petrificado mirándome como yo a él. En cuanto pasaron los escasos segundos que tardamos en reconocernos y darnos un grito a modo de saludo, me puse a buscar el modo de volver escaleras arriba contra corriente entre la multitud, algo que tuve que abandonar por mi negada y conocida habilidad para el deporte de riesgo. Menos mal que para él fue más fácil llegar hasta el final de su recorrido y volver a bajar por la misma escalera por la que me había visto. ¡Y suerte que decidió hacerlo!

Nos abrazamos entre risas y parloteo, y comenzamos a preguntarnos indiscriminadamente por nuestras vidas mientras yo le tocaba entre frase y frase para cerciorarme de que estaba allí de verdad. Más de veinticinco años después no había cambiado mucho, pero estaba más fuerte, más canoso, más apetecible. No atinábamos a mantener una conversación lógica ni  fluida, pero en un momento dado le escuché decir cuánto me había deseado siempre y lo tontos que habíamos sido ambos por no haber aprovechado aquellos años juntos. Me pareció tan directo que no lo dudé. Le arrastré de la mano hasta la puerta de los probadores de la zona de vaqueros de señora y acercándome mucho a su oreja le pregunté con lascivia y decisión si quería ponerle punto y final a aquella relación sin rematar.  Ni me contestó. Con un enérgico tirón del brazo me pasó dentro, echó el pestillo y comenzó a comerme la boca como si trajera hambre de meses. A medio desnudar, con las compras por el suelo e intentando que nuestros gemidos no alarmasen a nadie, a la vez que no caernos, empezamos una guerra por tocarnos, lamernos y follarnos en todas las posturas, en la que no hubo tregua para más charla. Menos mal que siempre llevo un condón en el bolso, en un bolsillo muy fácilmente accesible, porque por nada del mundo habría querido volverme a quedar sin disfrutar de aquel hombre, que ahora aguantaba dentro de mí con gran vigor para darme un placer acumulado durante años.  Terminamos y, entre risas, nos volvimos a besar y a recomponernos mientras alguien daba golpes en la puerta por fuera.

“Llevo prisa” es lo único que le dije. “Vamos a seguir con nuestras cosas”, dijo él. Y hasta hoy.

 

 

 

 

 

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