No, a Amy no le influye a la hora de ir al gimnasio a hacer deporte que haya hombres atractivos y fornidos a su alrededor.

Yo soy la primera en apoyar el deporte y la vida sana. Estoy convencida de que practicarlo a menudo es lo mejor para que tu salud no se resienta al más mínimo catarro. Pero la realidad es que yo lo llevo mal. No me gusta nada salir a andar o a correr, y me aburre mortalmente hacer infinitos y solitarios largos en la piscina cubierta del barrio. Así que el tiempo que estuve apuntada al gimnasio, obligada por esta conciencia tan responsable que tengo, y pensando que sería más divertido que cualquier otro entrenamiento, decidí buscarme algún aliciente extra para que no me costase tanto salir de mi confortable apartamento.

Que el gimnasio estuviera prácticamente formado por espacios diáfanos o separados con cristaleras me permitía al menos pasar los tiempos entre los ejercicios de las distintas máquinas observando al personal que por allí deambulaba en pantalones cortos y minúsculas camisetas. Eso me gustaba mucho del gimnasio: la gran variedad de individuos sudorosos y jadeantes que se exhibían sin comedimiento. ¡Y qué cantidad de músculos, desconocidos para mí, que existen en el cuerpo! Esos torsos perfectamente trabajados, casi dibujados algunos, eran para mí una buena motivación para ir a diario. Claro que como yo esperaba algo más que sólo admirar a tanto adonis bien torneado estaba siempre muy pendiente de sus pasos. Hasta que a base de saludos y encontronazos simulados conseguí entablar conversación con uno, bastante más joven que yo, en las máquinas de barritas energéticas. Ya le tenía seguida la pista y los horarios a los que solía ir. Casi a diario, tarde y estiraba sus entrenamientos hasta la hora del cierre. Llevaba varios tatuajes, un pendiente que le brillaba en la oreja gritando “cómeme” y un piercing en la lengua con el que jugueteaba constantemente y que subía mi temperatura más que una buena tanda de abdominales. Un día yo también esperé a ser de las últimas y le abordé a las puertas de los vestuarios cuando ya se iba, con unas cuantas preguntas absurdas sobre tablas de entrenamiento. Por los coqueteos que habíamos ido intercambiando ya sabía yo que podía tener éxito así que le miré fijamente y cogiéndole de la mano le dije: “Creo que por hoy yo ya hemos sudado demasiado solos, ¿nos duchamos?” Y sin darme tiempo a reaccionar me dio un buen mordisco en la boca y me pasó con prisas al vestuario donde pudimos dar rienda suelta a nuestras ganas de más ejercicio, esta vez compartido.

Menos mal que habíamos terminado cuando entró el dueño del gimnasio comprobando que no quedaba nadie para cerrar. Pero como aún estábamos desnudosbajo el agua, pudo ver mi ropa por el suelo y debió imaginarse la situación ya que con mucha sorna animó a mi amigo a rematar la faena y salir pitando porque según dijo “como a él no le daba el negocio ese tipo de satisfacciones estaba deseando irse a casa”.

Al día siguiente me borré del gimnasio. El deporte no es lo mío definitivamente. Al menos en ese sitio ya no me habría sentido cómoda. Igual cuando se me pasen las agujetas del intensivo que me ofreció aquel estupendo deportista busco otro y lo intento de nuevo. ¡Que no se diga que no pongo de mi parte!

 

 

 

* Ilustración de Francisco Asencio 

 

 

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