Ya lo tenía todo listo: el saco, la manta, ropa cómoda y la justa, el repelente para los mosquitos, el bikini y unas latas de comida por si el súper estuviera cerrado o desbastecido. No es que yo haya sido nunca muy partidaria de los campings pero la oferta de Laura para las vacaciones de semana santa me parecía interesante. Su primo Ricardo estaba muy interesado en ir si yo iba, y yo, que ya le había echado el ojo hacía mucho, intuía una situación muy prometedora. Deseaba que mi sacrificio mereciera la pena, pues por alguna que otra experiencia similar anterior, los contactos íntimos dentro de una tienda de campaña son agotadores.
Hay que tener en cuenta lo incómodo del suelo de tierra, la colchoneta que nunca es lo suficientemente gruesa, el calor agobiante bajo una lona que no transpira y el tener que estar comedida en los decibelios de placer que se emiten si no quieres dar un espectáculo gratuito a los vecinos colindantes. Maniobré con dificultad para lograr meter la mochila en el pequeño ascensor de mi bloque pero justo cuando me había acomodado y me disponía a pulsar el botón del bajo cinco dedos aparecieron entre las puertas que se cerraban haciendo que estas se desplazaran a los lados y me mostraran por sorpresa el rostro de mi vecino del 2ºC que, con una encantadora sonrisa ladeada, se excusaba por la irrupción.
Nos saludamos de manera formal manteniendo la mirada distraída al frente mientras Kenny G nos amenizaba el trayecto. No tuve ganas de hacer ningún comentario sobre el tiempo. En realidad me hubiera gustado decirle que volviera a meter la mano como antes pero en mi sexo pues aparte de simpático era un chico cuyo físico ya me había llamado la atención desde que lo viera junto al camión de mudanzas el primer día que llegó a su piso. Y en esos pensamientos estaba en tan corto recorrido cuando de repente el ascensor se detuvo con un brusco frenazo. Tras el protocolo habitual de pulsar de manera compulsiva todos los botones del panel, aceptamos con resignación la circunstancia. Tras diez minutos de encierro la indignación y la angustia hicieron que la temperatura subiera en tan diminuto espacio. Me quité la sudadera quedándome con la fina y ajustada camiseta interior. Como no suelo llevar sujetador para viajar en coche, mis pechos tomaron todo el protagonismo bajo los focos del techo. Mi acompañante clavó sus ojos en ellos y de soslayo me recorrió con su mirada. Acto seguido, hizo lo propio con su camisa la cual desabrochó hasta el límite de sus abdominales inferiores. Saqué mi botella de agua de la mochila para apaciguar los tórridos pensamientos pero resbaló, y al agacharnos ambos al unísono a recogerla nuestras caras se encontraron a escasos centímetros. Quizás fuera por el sensual acompañamiento del saxofón que pese a la avería seguía sonando, pero nos dejamos llevar frenéticamente y al roce de nuestros labios le acompañó el resto de nuestros cuerpos. Mis manos fueron rápidas a su miembro y sus dedos al interior de mis bragas. Sin palabras ni preliminares. Me giró bruscamente y me penetró fuerte, con ganas, mientras yo intentaba estabilizar mi postura. Ya habíamos alcanzado el orgasmo cuando de repente por el altavoz nos informaron entre risitas de que la avería estaba resuelta. No fuimos conscientes hasta que salimos de allí de que al dejarnos llevar por la pasión habíamos dado con el codo al botón del intercomunicador y nuestro ardiente arrebato sexual se había retransmitido íntegramente a la central de mantenimiento.
Nos despedimos educadamente del técnico y del presidente de la comunidad que nos esperaban al abrirse las puertas en la planta baja. El vecino me guiñó con picardía un ojo, volvió a desplegar para mí su encantadora sonrisa y se marchó. Cargué mi mochila y me dirigí feliz hacia el coche de Laura deseosa de llegar al camping, pues esta experiencia me había abierto el apetito y preparado para disfrutar de unas vacaciones de pasión en cualquier circunstancia por incómoda que fuera.
(…continuará)
* Ilustración de Francisco Asencio
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