Soy de familia numerosa. No sé si lo había comentado alguna vez. Y en esas circunstancias una aprende a compartir por narices. Y se comparte de todo, incluidos los dormitorios y el baño. De ahí mi costumbre de nunca cerrar la puerta ni para ducharme, o ni siquiera para mis momentos íntimos más escatológicos. Y cuando sales de vacaciones y compartes casa con los amigos, o te vas de albergue por el extranjero, pues también dejas las puertas abiertas.
Es por esto que un día me encontraba yo en la ducha de un baño compartidísimo en un hotelito londinense, cuando un chico al que había conocido el día antes y con el que había entablado una simpática amistad, tocó con los nudillos en la puerta pidiendo permiso para pasar al baño a lavarse los dientes. Por supuesto accedí sin ningún problema puesto que yo me encontraba muy entretenida en la ducha con mi mascarilla para el pelo. Empezamos a charlar con el único obstáculo de una vieja cortina de plástico entre nosotros, y aproveché para pedirle el peine que había olvidado sobre la repisa. Seguimos hablando y riendo de una forma muy amena, yo le comentaba mi costumbre de no cerrar las puertas y todo eso, cuando recordé que era un chico que no estaba nada mal. En el tiempo en el que habíamos estado tomando unas pintas juntos con nuestros respectivos grupos de amigos ya me había parecido un chico muy atractivo, y su forma de mirarme me había hecho pensar que yo no le disgustaba en absoluto. Con ese pensamiento en la cabeza y un inesperado e intenso deseo que me empezaba a subir desde bastante más abajo, decidí abrir la cortina para tener mas espacio para desenredarme y de paso seguir hablando mirándonos cara a cara. Obviamente, me miró a la cara, para de seguido mirarme de arriba abajo, primero con sorpresa y después con mucho más interés por mi conversación. Por decir algo, comentó que mi pelo había quedado muy sedoso y que a él le gustaban mucho las chicas con el pelo largo y oscuro. Volví a abrir el grifo para terminar de enjuagármelo frente a él, y mientras terminaba con mi ducha exhibicionista pude observar excitadísima, como le iban creciendo las ganas en su entrepierna. Le invité a acercarme la toalla y a que tocara mi pelo para que valorase de primera mano si me había quedado suave. Y en un pis pas sus manos corrieron como locas por todo mi cuerpo. Ni cautela, ni toalla, ni puerta cerrada. El terminó tan desnudo como yo. Nos metimos en la ducha y acabamos allí un estupendo diálogo sobre la necesidad de más intimidad en este tipo de baños, porque cuando debajo del chorro de agua llegamos al orgasmo, él primero y yo después, ya teníamos a dos chicos más esperando al otro lado de la cortina a que terminásemos nuestro polvazo.
Y es que no tener pudor puede estar bien para algunas cosas, pero hay otras en las que no hay necesidad de tener espectadores. Sobre todo cuando te están metiendo prisa porque se les echa el tiempo encima y consideran que ya es su turno para entrar al baño. ¡Así no hay quien disfrute!