Cuando nos apetece algo, vamos a por ello. Así de claro. Esté donde esté. Y un tren puede ser un gran sitio para cumplir nuestros deseos.

Que nunca tenemos tiempo para ver a los amigos o que nos cuesta lo indecible quedar porque solo disponemos de un par de horas libres a la semana, es algo que estamos todos demasiado acostumbrados a decirnos y a escuchar. Pero que cuando se quiere uno hace lo imposible para verse con alguien que le importa, también lo tenemos todos clarísimo.

Ilustración de Francisco José Asencio Ibáñez.

Hace muy pocos días, en un viaje que hice para pasar el fin de año en la  costa andaluza, estuve acompañada por una amiga que había dejado una incipiente y satisfactoria relación con un chico porque cada uno tenía su vida establecida en ciudades muy distantes y no estaban dispuestos a mantenerla así, ni tampoco a cambiar sus vidas para acercarse el uno al otro. Sin embargo, habían decidido que si surgía la oportunidad, fuera cuando fuese, harían lo posible por estar juntos y disfrutar de los momentos que pudieran aprovechar. Y sucedió que, estando las dos ya acomodadas en el tren hacia nuestras vacaciones, mi amiga me avisó de que había quedado con su Romeo en la estación de Córdoba.

De repente esa sorpresa me enfadó mucho pensando en que ella hubiera cambiado sus planes conmigo, para finalmente disfrutarlos con su amado, hasta que me explicó su verdadera intención. Él iba a subir allí para estar con ella en el tren los cincuenta minutos que duraba el trayecto y al llegar a la estación de Sevilla, se bajaría para coger otro tren de vuelta a su casa y desparecer de nuevo de su vida. Y así, incluso sin más detalles, me pareció una superproducción cinematográfica de lo más romántica para verse con alguien a quien quieres mucho.

Al llegar a la estación de la cita, él, que ya sabía en el vagón que viajábamos, subió directamente y nada más verse se fundieron en un gran abrazo y un posterior beso largo, húmedo y vergonzoso para los allí presentes. Tras las presentaciones de rigor los dos se dirigieron solos a la cafetería. El resto lo conocí de viva voz de mi amiga una vez pasada la estación de Santa Justa, cuando su amante hubo desembarcado. Para empezar, se pusieron al día entre unos cafés con leche. Atropelladamente se contaron cómo se iban desarrollando sus vidas y cuánto avanzaba cada uno en sus respectivos trabajos.

Llevaban en aquel momento tres meses sin verse y se tenían ganas. Muchas ganas. Por ello, en cuanto acabaron el desayuno, buscaron un baño vacío y limpio, que en estos trenes a veces cuesta. Él puso una alarma en su móvil para unos minutos antes de la hora prevista de llegada a Sevilla y, sin importarles nada más, cerraron por dentro y comenzaron a dar rienda suelta a sus deseos aletargados. En la perchita interior fueron colgando algunas de las prendas de las que se desprendieron mientras se besaban y mordían con arrebatada pasión: la blusa y el sujetador de mi amiga y la camiseta de él. Se tocaron con ansias, se lamieron con lujuria y vehemencia y, por supuesto, follaron intentando mantenerse en pie entre el traqueteo y las ansias.

La suerte se puso de su lado como regalo de final de año, y ningún otro pasajero tuvo necesidad de utilizar ese aseo en todo el tramo, pero aún así los treinta minutos que tuvieron para saborearse y recordar lo bien que funcionaba entre ellos el sexo no les parecieron suficientes. Despeinados, sudando y con la promesa de buscar otros momentos para continuar aquella historia, su hombre se bajó del tren con un gran suspiro ahogado por los ruidos de la estación y mi amiga volvió a su asiento con los ojos vidriosos y una sonrisa que le iluminaba toda la cara.

Quizás sería bueno, en este nuevo año, robar momentos a nuestra cotidianidad para hacerlos extraordinarios y ser mucho más felices junto a otras personas. ¿Probamos?

 

 

 

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