¡Qué bucólicas nos parecen algunas veces las escenas románticas y apasionadas de una película o un libro! Nunca he tenido ningún afán en imitarlas pero como proceden de experiencias o de las anécdotas imaginadas por otras personas, es inevitable que a veces coincidan con las de mi propia vida.
Este verano, de vacaciones en el pueblo de los padres de Pablo, tuvimos la imperiosa necesidad de amarnos en mitad de un pinar sombrío y fresco junto al río. ¡Vamos, que nos dio el calentón de follar en el campo!
La botella de vino que nos habíamos llevado junto a los aperitivos para pasar la mañana, ayudaron a entonar nuestros cuerpos para que decidiéramos desnudarnos y, sobre la manta del picnic, empezar a repartirnos besos y lametones. A las propias ganas de tocarnos había que añadirle el morbo de hacerlo en mitad del monte expuestos a que cualquier otro paseante nos pudiera descubrir y, aunque eso no era la primera vez que lo hacíamos, siempre resultaba un aliciente muy excitante. Hasta ahí todo bien.
Teniendo en cuenta que estábamos pasando una quincena completa, habían sido muchas las veces en las que, por supuesto, habíamos follado. Pero la mayoría habían sucedido bajo techo familiar y con gente en las habitaciones contiguas, y así nunca te puedes soltar del todo. Inevitablemente piensas en que te van a oír y, lo peor, que te van a juzgar por pasártelo bien con tu pareja habitual. ¡Incongruencias que tenemos los seres humanos aliñado con un poco de buena educación! En fin, que necesitábamos desfogar a lo grande y aquel paraje maravilloso nos pareció la mejor de las ideas. Y la verdad es que lo empezó siendo.
Con el solecito sobre nuestros cuerpos, estar desnudos retozando y tocándonos, era muy agradable. Pablo estaba súper excitado y mientras yo le chupaba loca de ganas, él disfrutaba casi más haciéndose un montón de fotos que le mantenían una erección dura y potente que yo pensaba seguir aprovechando. Me puse a cuatro patas y le pedí que continuase aquel reportaje fotográfico desde mi espalda. Me sujetaba la cadera con su mano izquierda mientras con la derecha iba tomando instantáneas de su miembro entrando y saliendo vigorosamente en mí, a la vez que relataba en voz alta todo lo que aquello le hacía sentir. Le escuchaba reír y disfrutar, al mismo tiempo que yo suspiraba vigilante para que nadie fuera a aparecer en aquel momento tan pasional y fuera a estropearme el orgasmo que tenía en la boca, casi a punto de estallar. De repente, Pablo se quedó callado y empezó a azotarme el culo con fuerza. Siempre se mostraba enérgico con los azotes porque sabía que me ponían a cien, pero en aquella ocasión estaban siendo unas palmaditas demasiado rápidas que distribuía con velocidad por todas las nalgas. No dejaba de follarme, gemía y seguía palmeándome. Aceleró para terminar rápido y sin embargo yo seguía notando los cachetes continuados. Hasta que dos avispas me picaron a la vez en una zona a la que no consiguió llegar ninguna de las dos manos de Pablo y saltando hacia delante como un perrillo me desenganché de mi amante.
Él ya se había puesto en pie rápidamente y hacía ondear su camisa en el aire intentando desembarazarse de las avispas que le rodeaban. Yo no pude más que correr hacia el río para meterme en él y aliviar los picores que sentía. Fue un triste final para una escena amorosa tan de película. Quizás, si alguna vez repetimos, lo haremos sin llevar comida para que así ninguna especie pueda sentirse atraída hacia nuestros cuerpos. Sobre todo porque he tenido el culo inflamado más tiempo del que me habría gustado y sin disfrutarlo.