Nos conocimos una noche cualquiera en el bar de copas nuevo que habían abierto hacía una semana en mi barrio justo al lado de mi bar de todos los findes. Y sucedió lo normal cuando te pones a ligar: un poco de charla para tantear el terreno, algo de coqueteo para ver si entraba al trapo y un acercarse más de la cuenta para saber si querría, como yo, algo más. Y fue que sí. Yo pensaba haberle llevado a mi casa, o haber probado algo más juvenil, como su coche. Pero él decidió llevarme a un hotel.
Empezamos estupendamente nada más llegar, ya que del tirón nos subimos a la que debía ser su habitación habitual. La sesión de sexo fue espectacular.
Un amante como hacía tiempo no encontraba. De esos que extrañamente te cogen el punto desde la primera vez y saben complacerte por igual con caricias que con salvajes embestidas y fabulosos lametones. Al principio me dio lo mismo que suplicara que no nos dijéramos nuestros nombres ni nos contáramos mucho de nosotros. Sin embargo cuando aquella noche acabó y me dispuse a marcharme a casa, porque yo no acostumbro a quedarme a dormir con nadie salvo muy contadas excepciones, sí que me interesé por cómo se llamaba y por algunos sencillos datos para volvernos a ver. Y entonces me soltó un discurso muy bien argumentado para decirme que deberíamos seguir viéndonos igual que esa noche todos los primeros viernes de cada mes. Pero sin nombres. Sin teléfonos. Sin saber nada uno de la vida del otro, ni de trabajo, ni familia, ni fotos, ni nada. Sin más compromiso que el de vernos en la fecha señalada en el mismo bar y repetir en el mismo hotel aquella maratoniana noche de buen sexo.
Y aquel juego me pareció divertido y sobre todo muy excitante. Sólo nos permitiríamos disfrutar. Y así fue sucediendo.
El viernes del mes siguiente acudí al mismo lugar y allí estaba mi amante desconocido. Seductor, atractivo y muy muy misterioso. Enseguida me acerqué a saludarle, nos tomamos una copa y salimos de aquel local cogidos de la mano y ya besándonos. Fuimos a su habitación y todo sucedió con la misma sencillez y aún más pasión que el primer día y, por supuesto, sin nombres.
Nuestra rutina amatoria continuó del mismo modo durante casi un año. Parecía increíble pero nuestros encuentros seguían proporcionándome tanto placer y excitación que, aunque yo seguía con mi hábito de acostarme con otros según las circunstancias de mi día a día, no era capaz de dejar a aquel hombre. No diría que estaba empezando a enamorarme porque en una situación de estas características, en la que sólo vives un buen rato de complicidad y lujuria no puedes basar ningún tipo de sentimiento serio, pero estaba empezando a sentir algo muy parecido. Y quizás por eso yo no habría prolongado pese a todo lo bueno que me daba su cuerpo esos fabulosos encuentros mensuales, pero él se me adelantó. Al final de uno de nuestros tórridos viernes, comenzó a besarme en la boca más despacio de lo que solía, me acarició lentamente la columna vertebral y con mucha ternura me susurró al oído: “me llamo Jaime, y mi tiempo aquí ha terminado. Hoy se acaba lo nuestro. Ha sido fantástico conocerte, reír contigo, follarte, saborearte y complacerte. Ya no podremos repetir estos momentos nunca más. Quédate con todo lo bueno y procura olvidarme pronto. Hoy soy yo el que se marchará antes de que amanezca.”
Y así, sin más, tal y como apareció en mi vida, desapareció. Eso sí. Al menos además de tantas y tantas sensaciones que se me quedarían para siempre en la piel, me había dejado un nombre con el poder recordarle.